miércoles, 24 de diciembre de 2008

Incipit IV (Cuentos)

En esta cuarta entrega de comienzos de cuentos, el perro deja entrever cuatro clásicos. Atacad. Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre—llamémoslo Wakefield—que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco—sin una adecuada discriminación de las circunstancias—debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres.
(Wakefield. Nathaniel Hawthorne)

El coronel elogia mi puntualidad:
­Es puntual como los alemanes ­dice.
­O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
­He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
(Esa mujer. Rodolfo Walsh)

Lo que es la vida, a veces, solemos comentar, cuando alguien nos cuenta algo, sobre todo malo, que escapa un poco o un mucho a las reglas generales de lo que esperábamos escuchar, acerca de una persona, de un acontecimiento, o de ambos, conjuntamente. Y, por supuesto, se da el caso de que seamos muy sinceros, porque realmente sentimos pena o nos asombramos de que la vida, en efecto, sea así, a veces. Pero, la verdad, casi siempre lo único que deseamos es salir del paso, cambiando de tema, lo antes posible, y dándonos un toquecito de profundidad, además…
(París canalla. Alfredo Bryce Echenique)

Entre don Pedro el carnicero y yo sólo cabían, por el momento, unas relaciones bastante restringidas. Nuestras vidas eran muy distintas. Para él, existir era cercenar infatigablemente animales en la fétida frescura de la carnicería; para mí, arrancar numerosas hojas de un bloc barato y ponerlas en la máquina de escribir. Casi todos nuestros actos diarios se sujetaban a un ritual distinto. Yo lo visitaba para pagarle mi cuenta, pero no asistía a la fiesta de compromiso de su hija, por ejemplo.
(Rani. Carlos Peralta)

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?
(Los asesinos. Ernest Hemingway)

Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.
(El niño proletario. Osvaldo Lamborghini)

Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Hombres se afeitan ante los espejos en las mesas de las cocinas, y mujeres cortan pan para el café, canturreando, y niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto en el tercer pueblo por un hombre feliz.
(Matar a un niño. Stig Dagerman)

Diez mandamientos para escribir con estilo. Por Friedrich Nietzsche

Lo que importa más es la vida: el estilo debe vivir.
El estilo debe ser apropiado a tu persona, en función de una persona determinada a la que quieres comunicar tu pensamiento.

Antes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se tiene que decir. Escribir debe ser sólo una imitación.

El escritor está lejos de poseer todos los medios del orador. Debe, pues, inspirarse en una forma de discurso muy expresiva. Su reflejo escrito parecerá de todos modos mucho más apagado que su modelo.

La riqueza de la vida se traduce por la riqueza de los gestos. Hay que aprender a considerar todo como un gesto: la longitud y la cesura de las frases, la puntuación, las respiraciones; También la elección de las palabras, y la sucesión de los argumentos.

Cuidado con el período. Sólo tienen derecho a él aquellos que tienen la respiración muy larga hablando. Para la mayor parte, el período es tan sólo una afectación.

El estilo debe mostrar que uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los siente.

Cuanto más abstracta es la verdad que se quiere enseñar, más importante es hacer converger hacia ella todos los sentidos del lector.

El tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa.

No es sensato ni hábil privar al lector de sus refutaciones más fáciles; es muy sensato y muy hábil, por el contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la última palabra de nuestra sabiduría.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Apéndice V del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce

Una vez más, el perro ofrece su arbitraria selección del diccionario del diablo.
Lamentable, adj. Estado de un enemigo o adversario después de un encuentro imaginario con uno mismo.

Lástima, s. Sensación de inmunidad, inspirada por el contraste.

Legal, adj. Compatible con la voluntad del juez competente.

Lenguaje, s. Música con que encantamos las serpientes que custodian el tesoro ajeno.

Libertad, s. Uno de los bienes más preciosos de la Imaginación, que permite eludir cinco o seis entre los infinitos métodos de coerción con que se ejerce la autoridad. Condición política de la que cada nación cree tener un virtual monopolio. Independencia. La distinción entre libertad e independencia es más bien vaga, los naturalistas no han encontrado especímenes vivos de ninguna de las dos.

Libertino, s. El que ha corrido tras el placer con tanto ardor, que tuvo la desgracia de pasarlo de largo.

Longevidad, s. Prolongación poco común del temor a la muerte.

Lunes, s. En los países cristianos, el día que sigue al partido de béisbol.

Lógica, s. Arte de pensar y razonar en estricta concordancia con los límites e incapacidades de la incomprensión humana. La base lógica es el silogismo, que consiste en una premisa mayor, una menor y una conclusión, por ejemplo: "Mayor": Sesenta hombres pueden realizar un trabajo sesenta veces más rápido que un solo hombre. ."Menor": Un hombre puede cavar un pozo para un poste en sesenta segundos. "Conclusión": Sesenta hombres pueden cavar un pozo para un poste en un segundo. Esto es lo que puede llamarse el silogismo matemático, con el cual, combinando lógica y matemática, obtenemos una doble certeza y somos dos veces benditos.

Mamíferos, s. Familia de vertebrados cuyas hembras, en estado natural, amamantan a su cría, pero cuando se vuelven civilizadas e inteligentes la dan a la nodriza o usan el biberón.

Mano, s. Instrumento singular que se usa al extremo de un brazo humano, y que por lo general se encuentra metida en un bolsillo ajeno.

Matar, v. t. Crear una vacante sin designar un sucesor.

martes, 2 de diciembre de 2008

Jim Thompson: reivindicación de lo que no parece

Jorge Aloy

Si la ficción no es una idea trasnochada y aislada de la vida, la podríamos interpretar como una posibilidad de la realidad. Tomando esta premisa intentamos abordar a Jim Thompson: en sus novelas ahondó en la conducta y la conciencia de los que viven al margen de la ley. Y es justo decir que no es casual la descripción de una sociedad esquizofrénica en su obra: es la sociedad en la que nació y creció. Sin ir muy lejos, su padre fue un sheriff corrupto de Andarko que abandonó su puesto por malversar fondos. Toda la familia debió huir y ganarse la vida como sea.
Jim Thompson nació en la reserva india de Oklahoma en 1906. Su madre era cherokee y su padre de ascendencia escocesa. No era, sino, hijo de la mezcla que concibió a toda América.
Jim Thompson comienza a reelaborar para una revista reseñas policiales verídicas a partir de artículos que le consiguen su madre y su hermana, mientras sufre las burlas del padre por llevar adelante una profesión impropia. Paralelamente consigue un trabajo nocturno de botones en un hotel en decadencia, en Texas, y conocerá un mundo complementario al suyo, donde a cambio de interesantes propinas hará mandados oscuros para prostitutas y gángsteres. Es ahí donde comienza su incursión en el alcohol y la cocaína. Luego de llevar durante dos años un ritmo vertiginoso de vida, termina hospitalizado con tuberculosis. En ese lapso su padre muere en un internado para locos después de ahogarse comiendo el colchón de su cama. Previamente había robado y vaciado la cuenta bancaria de Jim.
Recuperado, a duras penas, comienza un peregrinaje por diversos oficios: obrero de la construcción, vendedor callejero, empleado en una panificadora, vendedor de alcohol durante la ley seca y escritor.
En 1949 llega la publicación de Sólo un asesinato, novela que vende la insospechada suma de 750.000 ejemplares. En 1952 es contratado por la Lion Book y le publican en un año y medio once novelas con un tiraje de 150.000 unidades cada una. Este es un período de abstinencia alcohólica donde Thompson consigue escribir entre diez y veinte páginas diarias. Pero no vivía en la abundancia económica, ya que por cada original cobraba sólo 2.000 dólares. Los títulos que sobresalieron en esta etapa fueron El asesino dentro de mí, Los alcohólicos, En bruto. Su editor, Arnold Hano, consideró a Noche salvaje como la mejor de esta serie (“Creo que vivir es recordar. Si uno pierde interés, si todo le parece igual de sombrío y gris, como ocurre cuando miras a la luz con los ojos cerrados, si para ti carece de valor almacenar, lo bueno o lo malo, las recompensas o los castigos, entonces podrás seguir adelante cierto tiempo. Pero no vives. Ni recuerdas".).
Jim Thompson incursionó, profundizó y le dio vida al policial negro narrando en primera persona, haciéndonos caer en la trampa de la ingenuidad de los personajes a través de la subjetividad que implica ese modo de contar. La ironía y el sarcasmo lanzados en dosis administradas por sus manos hábiles hacen imposible olvidar a Una mujer endemoniada (por ejemplo cuando Dillon dice “la muchacha estaba muy lejos de ser una belleza como yo. Pero algo en ella me atrajo”.), y la obra maestra por excelencia, 1280 almas, que la editorial Gallimard de Francia concedió el privilegio de publicarla con el número mil de su Serie Noire (“Lo único que había hecho en mi vida era trabajar de comisario. Era todo cuanto podía hacer. Lo que es otra forma de decir que todo cuanto podía hacer se reducía a cero. Y si dejaba de ser comisario, no tendría ni sería nada”.).
Durante la caza de brujas del senador MacCarthy pasó a integrar las listas negras y trabajó de corrector en un diario. Fue en ese entonces cuando lo contactó el director de cine Stanley Kubritck y realizaron conjuntamente los guiones de Casta de malditos (1956) y Senderos de gloria (1957). Más tarde, Sam Peckinpah filmó su novela La huida (1972), con el protagónico de Steve McQueen. Los timadores, novela que muestra el mundo de los embaucadores, fue filmada por Stephen Frears. Y Burt Kennedy, El asesino dentro de mí (1975).
Muchas otras novelas de Jim Thompson fueron filmadas con nombres distintos a los originales o incluso sin reconocerles su autoría. En sus últimos días ya no encontró fuerzas para enjuiciar a los responsables de la película El golpe, donde se sintió plagiado.
Su modo de narrar recorrió todos los bordes posibles, los de la literatura y el lenguaje mismo. La frialdad de sus palabras, lejos de toda compasión, quedó confirmada cuando aseveró que “hay treinta y dos maneras de escribir una historia, y yo he utilizado todas y cada una de ellas; pero sólo hay una trama posible: las cosas nunca son lo que parecen”.
Jim Thompson en los últimos años de vida, enfermo de cataratas ya no podía leer ni escribir y, al contrario de su padre, decidió un día cerrar la boca y dejar de comer para morir de hambre. Cosa que sucedió, finalmente, el 7 de abril de 1977. Unos días antes le había pedido a su mujer que guardara bien sus manuscritos porque vaticinaba que en diez años lo iban a valorar como escritor.
Lo último: En una encuesta de la legendaria revista española “El viejo topo”, 1280 almas de Jim Thompson fue distinguida como la tercera novela negra del siglo XX, detrás de El largo Adiós de Chandler y Cosecha roja de Hammett. Codo a codo con las grandes obras del género.

La retórica del cuento. Por Horacio Quiroga

Nuevamente el perro trae a la memoria a Horacio Quiroga (Uruguay, 1878-Buenos Aires, 1958), una suerte de Edgar Allan Poe rioplatense. Cuentista, dramaturgo y poeta. Sobrellevó una vida signada por la tragedia. Se suicidó bebiendo cianuro.

En estas mismas columnas, solicitado cierta vez por algunos amigos de la infancia que deseaban escribir cuentos sin las dificultades inherentes por común a su composición, expuse unas cuantas reglas y trucos, que, por haberme servido satisfactoriamente en más de una ocasión, sospeché podrían prestar servicios de verdad a aquellos amigos de la niñez.
Animado por el silencio -en literatura el silencio es siempre animador- en que había caído mi elemental anagnosia del oficio, completéla con una nueva serie de trucos eficaces y seguros, convencido de que uno por lo menos de los infinitos aspirantes al arte de escribir, debía de estar gestando en las sombras un cuento revelador.
Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía si mis normas literarias prestaron servicios. Una y otra serie de trucos anotados con más humor que solemnidad llevaban el título común de Manual del perfecto cuentista.
Hoy se me solicita de nuevo, pero esta vez con mucha más seriedad que buen humor. Se me pide primeramente una declaración firme y explícita acerca del cuento. Y luego, una fórmula eficaz para evitar precisamente escribirlos en la forma ya desusada que con tan pobre éxito absorbió nuestras viejas horas.
Como se ve, cuanto era de desenfadada y segura mi posición al divulgar los trucos del perfecto cuentista, es de inestable mi situación presente. Cuanto sabía yo del cuento era un error. Mi conocimiento indudable del oficio, mis pequeñas trampas más o menos claras, sólo han servido para colocarme de pie, desnudo y aterido como una criatura, ante la gesta de una nueva retórica del cuento que nos debe amamantar.
“Una nueva retórica...” No soy el primero en expresar así los flamantes cánones. No está en juego con ellos nuestra vieja estética, sino una nueva nomenclatura. Para orientarnos en su hallazgo, nada más útil que recordar lo que la literatura de ayer, la de hace diez siglos y la de los primeros balbuceos de la civilización, han entendido por cuento.
El cuento literario, nos dice aquélla, consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como éste el relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención.
Pero no es indispensable, adviértenos la retórica, que el tema a contra constituya una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento.
Tal vez en ciertas épocas la historia total -lo que podríamos llamar argumento- fue inherente al cuento mismo. “¡Pobre argumento! -decíase-. ¡Pobre cuento!” Más tarde, con la historia breve, enérgica y aguda de un simple estado de ánimo, los grandes maestros del género han creado relatos inmortales.
En la extensión sin límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos calidades se han exigido siempre: en el autor, el poder de transmitir vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la brevedad del relato, que la definen.
Tan específicas son estas cualidades, que desde las remotas edades del hombre, y a través de las más hondas convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha variado. Cuando el de los otros géneros sufría según las modas del momento, el cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e irreemplazable de contar.
Extendido hasta la novela, el relato puede sufrir en su estructura. Constreñido en su enérgica brevedad, el cuento es y no puede ser otra cosa que lo que todos, cultos e ignorantes, entendemos por tal.
Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes de las Mil y una noches, los del Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Merimée de Bret-Harte, de Verga, de Chejov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la luna. Pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades.
Todos ellos poseen en grado máximo la característica de entrar vivamente en materia. Nada más imposible que aplicarles las palabras: “Al grano, al grano...” con que se hostiga a un mal contador verbal. El cuentista que “no dice algo”, que nos hace perder el tiempo, que lo pierde él mismo en divagaciones superfluas, puede verse a uno y otro lado buscando otra vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista.
Pero ¿si esas divagaciones, digresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismos elementos de gran belleza? ¿Si ellos solos, mucho más que el cuento sofocado, realizan una excelsa obra de arte?
Enhorabuena, responde la retórica. Pero no constituyen un cuento. Esas divagaciones admirables pueden lucir en un artículo, en una fantasía, en un cuadro, en un ensayo, y con seguridad en una novela. En el cuento no tienen cabida, ni mucho menos pueden constituirlo por sí solas.
Mientras no se cree una nueva retórica, concluye la vieja dama, con nuevas formas de la poesía épica, el cuento es y será lo que todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos, muertos y vivos, hemos comprendido por tal. Puede el futuro nuevo género ser superior, por sus caracteres y sus cultores, al viejo y sólido afán de contar que acucia al ser humano. Pero busquémosle otro nombre.
Tal es la cuestión. Queda así evacuada, por boca de la tradición retórica, la consulta que se me ha hecho.
En cuanto a mí, a mi desventajosa manía de entender el relato, creo sinceramente que es tarde ya para perderla. Pero haré cuanto esté en mí para no hacerlo peor.

Cómo escribir un cuento policial. Por Gilbert K. Chesterton

Gilbert Keith Chesterton (1874-1936). Ensayista y escritor de ficción inglés. Sus obras se siguen leyendo con el mismo sabor de siempre. El perro mueve la cola ante El candor del padre Brown y El hombre que fue jueves.

"Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confundidos, no importa si los decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar." (Chesterton)

Que quede claro que escribo este artículo siendo totalmente consciente de que he fracasado en escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado muchas veces.
Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica y científica, como la de un estudioso de lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la vivienda. No tengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí propongo al joven estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe evitar. Sin embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas de efectuarse. Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida. Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto personal. Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo que esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo esta frustrado al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas será un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la misma indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia los tabúes de la Edad Media. El robo se justificará al igual que la usura y nos andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que hoy tenemos para monopolizar mercados. Los quioscos se adornaran con títulos como La falsificación en quince lecciones o ¿Por qué aguantar las miserias del matrimonio?, con una divulgación del envenenamiento que será tan científica como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.
Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la llegada de una humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos consejos sobre la manera de cometer un crimen como sobre la manera de investigarlos o sobre la manera de describir la manera en que podrían investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su investigación, su descripción y la descripción de la descripción requieren, todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar en la vida y escribir un libro sobre ello, no.
Primero
Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier otro cuento o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se entiende la trama. Y la mayoría de los malos cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confundidos, no importa si los decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser anticlimático. No puede consistir en invitar al lector a un baile para abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor de un amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos ocupemos de nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con desorbitados ojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado sentada en la oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en la mente.
Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de Sherlock Holmes tiene un titulo que, a pesar de haber sido concebido y empleado en un sentido completamente diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencial clarear: el título es "Resplandor plateado".
Segundo

El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la complejidad sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala las historias de más calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio pero no debería tener que explicar la propia explicación. Ésta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el malo, por supuesto) en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse por la impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos detectives literarios complican más la solución que el misterio y hacen el crimen más complejo aun que su solución.
Tercero
En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explican todo, deben resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue el derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya he mencionado, "Resplandor plateado". Sherlock Holmes es tan conocido como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el secreto de uno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso caballo de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por el ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y todo el mundo se concentra en el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino del entrenador. La pura verdad es que el caballo lo asesinó.
Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema sencillez de la verdad. La verdad termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siempre haciendo otra cosa. Como objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como el criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.
Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la primera que sugeriría: en términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar actuando de una manera poco frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a la vista. De otra manera no hay auténtica sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir cuentos de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo tiempo despiste al lector, que justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo de cometer el crimen.Muchas obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la historia, sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la ley de vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que sospechamos de estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por lo general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace.El arte de contar consiste en convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha llegado al lugar del crimen sin intención de delinquir si no de que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el cuento de detectives no es más que un juego. Y el lector no juega contra el criminal sino contra el autor.
El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces hace en una obra seria o realista: "¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín del médico?" Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: "¿Por qué el autor hizo que el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un agrimensor?". El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un agrimensor sin reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor.Más allá de las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener alguna otra justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su auténtico rival el autor, tiende a decir: Sí soy consciente de que un agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores. ¿Pero qué esta haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado?
Cuarto
Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerá como práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico. Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un vuelo de la imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y por lo tanto muy despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su amigo invisible que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes y algo desconfiados.E insisto en que una de las principales reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo. No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de la trama. No se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los motivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel en que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por impulsar la historia en otras áreas necesarias y después descubriremos que está presente no por la razón obvia y suficiente sino por las segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, a pesar de las burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor de la tradición sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame un aburrimiento pero puede servir para taparle los ojos al lector.
Quinto
Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria, empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles. Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que el escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la historia debe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser simplemente una alucinación.

sábado, 22 de noviembre de 2008

Apéndice IV del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce

El perro sigue seleccionando definiciones del diccionario:

Infiel, adj. y s. Dícese, en New York, del que no cree en la religión cristiana; en Constantinopla, del que cree. Especie de pillo que no reverencia adecuadamente ni mantiene a teólogos, eclesiásticos, papas, pastores, canónigos, monjes, mollahs, vudús, hierofantes, prelados, obíes, abates, monjas, misioneros, exhortadores, diáconos, frailes, hadjis, altos sacerdotes, muecines, brahamanes, hechiceros, confesores, eminencias, presbíteros, primados, prebendarios, peregrinos, profetas, imanes, beneficiarios, clérigos, vicarios, arzobispos, obispos, priores, predicadores, padres, abadesas, calógeros, monjes mendicantes, curas, patriarcas, bonzos, santones, canonesas, residenciarios, diocesanos, diáconos, subdiáconos, diáconos rurales, abdalas, vendedores de hechizos, archidiáconos, jerarcas, beneficiarios, capitularios, sheiks, talapoins, postulantes, escribas, gurús, chantres, bedeles, fakires, sacristanes, reverendos, revivalistas, cenobitas, capellanes, mudjoes, lectores, novicios, vicarios, pastores, rabís, ulemas, lamas, derviches, rectores, cardenales, prioresas, sufragantes, acólitos, párrocos, sulíes, muftis y pumpums.

Infortunio, s. Especie de fortuna que siempre llega.

Ingenio, s. Sal con que el humorista americano arruina su cocina intelectual, al omitirla.

Inmigrante, s. Persona inculta que piensa que un país es mejor que otro.

Insurrección, s. Revolución fallida. Fracaso de opositores que pretenden reemplazar un gobierno malo por otro desastroso.

Inventor, s. Persona que construye un ingenioso ordenamiento de ruedas, palancas, y resortes, y cree que eso es civilización.

Justicia, s. Artículo más o menos adulterado que el Estado vende al ciudadano a cambio de su lealtad, sus impuestos y sus servicios personales.

Juventud, s. Período de lo Posible, cuando Arquímedes encuentra un punto de apoyo. Casandra tiene quien la escuche y siete ciudades compiten por el honor de mantener a un Homero viviente.

Ladrón, s. Comerciante candoroso. Se cuenta de Voltaire que una noche se alojó, con algunos compañeros de viaje, en una posada del camino. Después de cenar, empezaron a contar historias de ladrones. Cuando le llegó el turno a Voltaire dijo:--Hubo una vez un Recaudador General de Impuestos --y se calló. Como los demás lo alentaron a proseguir, añadió:--Ese es el cuento.

Sobre el oficio del cuentista. Por Juan Bosch

Juan Bosch (República Dominicana 1909/Santo Domingo 2001). Escritor de ficción y ensayos, historiador e, incluso, presidente de su país en 1962. derrocado en 1963 por un golpe militar permaneció exiliado en varios paises de América y Europa. Escribió, entre otros, Cuentos escritos en el exilio, De Cristóbal Colón a Fidel Castro, Apuntes sobre el arte de escribir cuentos, de donde el perro extrajo el siguiente texto.

Fundamentalmente, el estado de ánimo del cuentista tiene que ser el mismo para recoger su material que para escribir. Seleccionar la materia de un cuento demanda esfuerzo, capacidad de concentración y trabajo de análisis. A menudo parece más atrayente tal tema que tal otro; pero el tema debe ser visto no en su estado primitivo, sino como si estuviera ya elaborado. El cuentista debe ver desde el primer momento su material organizado en tema, como si ya estuviera el cuento escrito, lo cual requiere casi tanta tensión como escribir.El verdadero cuentista dedica muchas horas de su vida a estudiar la técnica del género, al grado que logre dominarla en la misma forma en que el pintor consciente domina la pincelada: la da, no tiene que premeditarla. Esa técnica no implica, como se piensa con frecuencia, el final sorprendente. Lo fundamental en ella es mantener vivo el interés del lector y por tanto sostener sin caídas la tensión, la fuerza interior con que el suceso va produciéndose. El final sorprendente no es una condición imprescindible en el buen cuento. Hay grandes cuentistas, como Antón Chejov que apenas lo usaron. "A la deriva", de Horacio Quiroga, no lo tiene, y es una pieza magistral. Un final sorprendente impuesto a la fuerza destruye otras buenas condiciones en un cuento. Ahora bien, el cuento debe tener su final natural como debe tener su principio.No importa que el cuento sea subjetivo u objetivo; que el estilo del autor sea deliberadamente claro u oscuro, directo o indirecto: el cuento debe comenzar interesando al lector. Una vez cogido en ese interés el lector está en manos del cuentista y éste no debe soltarlo más. A partir del principio el cuentista debe ser implacable con el sujeto de su obra; lo conducirá sin piedad hacia el destino que previamente le ha trazado; no le permitirá el menor desvío. Una sola frase aun siendo de tres palabras, que no esté lógica y entrañablemente justificada por ese destino, manchará el cuento y le quitará esplendor y fuerza. Kipling refiere que para él era más importante lo que tachaba que lo que dejaba; Quiroga afirma que un cuento es una flecha disparada hacia un blanco y ya se sabe que la flecha que se desvía no llega al blanco.La manera natural de comenzar un cuento fue siempre el "había una vez" o "érase una vez". Esa corta frase tenía -y tiene aún en la gente del pueblo- un valor de conjuro; ella sola bastaba para despertar el interés de los que rodeaban al relatador de cuentos. En su origen, el cuento no comenzaba con descripciones de paisajes, a menos que se tratara la presencia o la acción del protagonista; comenzaba con éste, y pintándolo en actividad. Aún hoy, esa manera de comenzar es buena. El cuento debe iniciarse con el protagonista en acción, física o psicológica, pero acción; el principio no debe hallarse a mucha distancia del meollo mismo del cuento, a fin de evitar que el lector se canse.Saber comenzar un cuento es tan importante como saber terminarlo. El cuentista serio estudia y practica sin descanso la entrada del cuento. Es en la primera frase donde está el hechizo de un buen cuento; ella determina el ritmo y la tensión de la pieza. Un cuento que comienza bien casi siempre termina bien. El autor queda comprometido consigo mismo a mantener el nivel de su creación a la altura en que la inició. Hay una sola manera de empezar un cuento con acierto: despertando de golpe el interés del lector. El antiguo "había una vez" o "érase una vez" tiene que ser suplido con algo que tenga su mismo valor de conjuro. El cuentista joven debe estudiar con detenimiento la manera en que inician sus cuentos los grandes maestros; debe leer, uno por uno, los primeros párrafos de los mejores cuentos de Maupassant , de Kipling, de Sherwood Anderson, de Quiroga, quien fue quizá el más consciente de todos ellos en lo que a la técnica del cuento se refiere.Comenzar bien un cuento y llevarlo hacia su final sin una digresión, sin una debilidad, sin un desvío: he ahí en pocas palabras el núcleo de la técnica del cuento. Quien sepa hacer eso tiene el oficio de cuentista, conoce la "tekné" del género. El oficio es la parte formal de la tarea, pero quien no domine ese lado formal no llegará a ser buen cuentista. Sólo el que lo domine podrá transformar el cuento, mejorarlo con una nueva modalidad, iluminarlo con el toque de su personalidad creadora.Ese oficio es necesario para el que cuenta cuentos en un mercado árabe y para el que los escribe en una biblioteca de París. No hay manera de conocerlo sin ejercerlo. Nadie nace sabiéndolo, aunque en ocasiones un cuentista nato puede producir un buen cuento por adivinación de artista. El oficio es obra del trabajo asiduo, de la meditación constante, de la dedicación apasionada. Cuentistas de apreciables cualidades para la narración han perdido su don porque mientras tuvieron dentro de sí temas escribieron sin detenerse a estudiar la técnica del cuento y nunca la dominaron; cuando la veta interior se agotó, les faltó la capacidad para elaborar, con asuntos externos a su experiencia íntima, la delicada arquitectura de un cuento. No adquirieron el oficio a tiempo, y sin el oficio no podían construir.En sus primeros tiempos el cuentista crea en estado de semiinconsciencia. La acción se le impone; los personajes y sus circunstancias lo arrastran; un torrente de palabras luminosas se lanza sobre él. Mientras ese estado de ánimo dura, el cuentista tiene que ir aprendiendo la técnica a fin de imponerse a ese mundo hermoso y desordenado que abruma su mundo interior. El conocimiento de la técnica le permitirá señorear sobre la embriagante pasión como Yavé sobre el caos. Se halla en el momento apropiado para estudiar los principios en que descansa la profesión de cuentista, y debe hacerlo sin pérdida de tiempo. Los principios del género, no importa lo que crean algunos cuentistas noveles, son inalterables; por lo menos, en la medida en que la obra humana lo es.La búsqueda y la selección del material es una parte importante de la técnica; de la búsqueda y de la selección saldrá el tema. Parece que estas dos palabras -búsqueda y selección- implican lo mismo: buscar es seleccionar. Pero no es así para el cuentista. Él buscará aquello que su alma desea; motivos campesinos o de mar, episodios de hombres del pueblo o de niños, asuntos de amor o de trabajo. Una vez obtenido el material, escogerá el que más se avenga con su concepto general de la vida y con el tipo de cuento que se propone escribir.Esa parte de la tarea es sagradamente personal; nadie puede intervenir en ella. A menudo la gente se acerca a novelistas y cuentistas para contarles cosas que le han sucedido, "temas para novelas y cuentos" que no interesan al escribir porque nada le dicen a su sensibilidad. Ahora bien, si nadie debe intervenir en la selección del tema, hay un consejo útil que dar a los cuentistas jóvenes: que estudien el material con minuciosidad y seriedad; que estudien concienzudamente el escenario de su cuento, el personaje y su ambiente, su mundo psicológico y el trabajo con que se gana la vida.Escribir cuentos es una tarea seria y además hermosa. Arte difícil, tiene el premio en su propia realización. Hay mucho que decir sobre él. Pero lo más importante es esto: el que nace con la vocación de cuentista trae al mundo un don que está en la obligación de poner al servicio de la sociedad. La única manera de cumplir con esa obligación es desenvolviendo sus dotes naturales, y para lograrlo tiene que aprender todo lo relativo a su oficio; qué es un cuento y qué debe hacer para escribir buenos cuentos. Si encara su vocación con seriedad, estudiará a conciencia, trabajará, se afanará por dominar el género, que es sin duda muy rebelde, pero dominable. Otros lo han logrado. Él también puede lograrlo.

domingo, 9 de noviembre de 2008

El comienzo. Por David Lodge

David Lodge (Londres, 1935) es autor de ficción (El mundo es un pañuelo, Noticias del paraíso, ¡Buen trabajo!, etc.) y crítico literario (La conciencia y la novela, El arte de la ficción). De este último libro tomamos el primer capítulo, dedicado a los comienzos de las novelas, ya que el perro está empecinado en reproducir inicios de cuentos.

¿Cuándo empieza una novela? La pregunta es casi tan difícil de contestar como la de cuándo un embrión humano se convierte en persona. Ciertamente la creación de una novela raramente empieza en el momento en que el autor traza con la pluma o teclea sus primeras palabras. La mayoría de los escritores efectúa algún trabajo preliminar, aunque sólo sea mentalmente. Muchos preparan el terreno cuidadosamente durante semanas o meses, haciendo diagramas del argumento, recopilando biografías de personajes, llenando un cuaderno con ideas, escenarios, situaciones, bromas, para usarlos durante el proceso de composición. Cada escritor tiene su propia manera de trabajar. Henry James tomó, para El expolio de Poynton, notas casi tan largas y casi tan interesantes como la novela en sí. Muriel Spark, por lo que sé, medita el concepto de cada nueva novela y no toma papel y lápiz hasta que ha compuesto mentalmente una primera frase satisfactoria.
Para el lector, sin embargo, la novela empieza siempre con esa primera frase (que puede no ser, claro está, la primera frase que el novelista escribió en su primera versión del texto). Y luego la siguiente, y la siguiente… Cuándo termina el comienzo de una novela es otra pregunta difícil de contestar. ¿Es el primer párrafo, las primeras pocas páginas o el primer capítulo? Sea cual fuere la definición que uno dé, el comienzo de una novela es un umbral, que separa el mundo real que habitamos del mundo que el novelista ha imaginado. Debería, pues, como suele decirse, “arrastrarnos”.
Eso no es tarea fácil. Todavía no nos hemos familiarizado con el tono de voz del autor, su vocabulario, sus hábitos sintácticos. Al principio leemos un libro despacio y dubitativamente. Tenemos mucha información nueva que absorber y recordar: los nombres de los personajes, sus relaciones de afinidad y consanguinidad, los detalles contextuales de tiempo y lugar…, sin los cuales la historia no puede seguirse. ¿Valdrá la pena todo ese esfuerzo? La mayoría de los lectores están dispuestos a conceder al autor el beneficio de la duda al menos por unas pocas páginas, antes de decidir volver a cruzar el umbral en sentido contrario. (…)
Una novela puede empezar en medio de una conversación, como Un puñado de polvo de Evelyn Waugh, o las obras tan especiales de Ivy Compton-Burnett. Puede comenzar con una sorprendente autopresentación del narrador: “Llamadme Ismael” (Herman Melville, Moby Dick), o con un corte de mangas a la tradición literaria de la autobiografía: “…lo primero que probablemente querréis saber es dónde nací y cómo fue mi asquerosa infancia, y qué hacían mis padres y todo antes de tenerme a mí, y toda esa basura a lo David Copperfield, pero no tengo ganas de meterme en todo eso” (El guardián entre el centeno, de J. D. Salinger). Un novelista puede empezar con una reflexión filosófica: “El pasado es un país extranjero: allá hacen las cosas de otra manera”, como L. P. Hartley en The go-between (El alcahuete), o poner al personaje en apuros desde la primerísimo frase: “No hacía ni tres horas que había llegado a Brighton cuando Hale supo que querían asesinarle” (Graham Greene, Brighton, parque de atracciones). Muchas novelas se inician con una historia-marco que explica cómo fue descubierta la historia principal, o narra cómo es contada a un público ficticio. En El corazón de las tinieblas de Conrad un narrador anónimo muestra a Marlow relatando sus experiencias en el Congo a un círculo de amigos sentados en el puente de una yola en el estuario del Támesis (“Y también éste –empieza Marlow- debió ser uno de los lugares más siniestros de la tierra”). Otra vuelta de tuerca de Henry James consiste en un relato autobiográfico escrito por una mujer ya fallecida, el cual es leído en voz alta a los invitados un fin de semana en el campo, que se han estado contando unos a otros, para entretenerse, historias de fantasmas, hasta llegar a esta última que supera en horror a todas las anteriores… (…) Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino empieza: “Está usted a punto de empezar a leer la nueva novela de Italo Calvino, Si una noche de invierno un viajero”. Finnegans Wake de James Joyce comienza en medio de una frase: “Río que discurre, más allá de Adam and Eve, desde el recodo de la orilla a la ensenada de la bahía, nos trae por un comodius vicus de circunvalación de vuelta al castillo de Howth y Environs”. El fragmento que falta concluye el libro: “un camino solo al fin amado alumbra a lo largo del”, volviendo así otra vez al comienzo, como el agua, que circula en el medio natural del río al mar, del mar a la nube, de la nube a la lluvia y de la lluvia al río, y también como la infinita producción de sentido que proporciona la lectura de ficciones.

Incipit III (Cuentos)

El perro sigue rescatando los comienzos de cuentos que le hicieron -y hacen- mover la cola.Desde el bosquecillo donde escribo, el gran terror de mi vida se me antoja lejano. Soy un viejo jubilado que descansa sus piernas sobre el césped de su pequeña casa; y a menudo me pregunto si soy yo –el mismo yo–, quien cumplirá con el duro trabajo de maquinista en la línea de P.L.M., y me asombro de no haber muerto en el acto, aquella noche del 22 de septiembre de 1865.
(El tren 081. Marcel Schwob)

El bergantín holandés Alkmar regresaba nuevamente de Java, cargado de especias y otros elementos preciados. Hizo escala en Sathampton y se autorizó a la tripulación a bajar a tierra.
Uno de ellos, Hendrijk Versteeg, traía un momo en el hombro derecho, un loro en el izquierdo y, pendiendo de la espalda, una farda de tejidos hindúes, que pensaba vender en la ciudad junto con los animales.
(El marinero de Ámsterdam. Guillaume Apollinaire)

Sus padres lo llamaron Augustus S. F. X. Van Dusen, y él se encargó, con posteridad, de agregar académicamente, y tras su nombre, casi todas las demás letras del alfabeto. Por eso, sumados nombres y títulos, formaba una estructura maravillosamente imponente. Su propietario era Doctor en filosofía, en Medicina, en Leyes, miembro de media docena de academias y varias veces condecorado.
(La mente todo lo resuelve. Jacques Futrelle)

El señor Lanari no podía dormir. Eran las tres y media de la mañana y fumaba enfurecido, muerto de frío, acodado en ese balcón del tercer piso, sobre la calle vacía, temblando encogido dentro del sobretodo de solapas levantadas. Después de dar vueltas en la cama, de tomar pastillas y de ir y venir por la casa frenético y rabioso como un león enjaulado, se había vestido como para salir y hasta se había lustrado los zapatos.
(Cabecita negra. Germán Rozenmacher)

En el hotel había noventa y siete agentes de publicidad neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica de la 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado “El sexo es divertido o infernal”. Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda.
(Un día perfecto para el pez plátano. J. D. Salinger)

Todas las mañanas me despierta la sirena de la Ítalo. Ahí empieza mi día. El sonido atraviesa la villa envuelta en las sombras, rebota en los galpones del ferrocarril y por fin se pierde en la ciudad. Es un sonido grave y quejumbroso y suena como la trompeta de un ángel sobre un montón de ruinas. Entonces abro los ojos en la oscuridad y me digo, cuando todavía dura el sonido, "Levántate y camina como un león".
(Como un león. Haroldo Conti)

Al extender la mano vio el revólver a su costado. Se inmovilizó. Acababa de sonar otro tiro. Inclinó la cabeza y volvió a ver al otro, que seguía caído en la calle. “Estará muerto”. Un frío interior, endureciéndole los músculos, le clavó las articulaciones. Él no intentó alzar el arma, tan sólo tocar el cuerpo de su hermano, darle vuelta, para ver si vivía.
(Los dos. Gerardo Pisarello)

Egbert llegó a la amplia sala poco iluminada con la actitud de un hombre inseguro, que no sabe si está entrando en un palomar o en una fábrica de explosivos, pero listo para enfrontar cualquiera de las posibilidades.
(La reticencia de Lady Anne. Saki)

sábado, 1 de noviembre de 2008

Anticonsejos para escritores. Por Carlos Drummond de Andrade

Carlos Drummond de Andrade (Brasil 1902-1987), fue poeta, periodista y político. Rechazó un premio nacional porque era otorgado por la dictadura militar de su país. Del mismo modo tampoco aceptó los coqueteos de los que lo postulaban al premio Nobel.
Publicó 28 libros de poemas. Falleció 12 días después de la muerte de su única hija. Hoy compartimos sus anticonsejos.

I.- Escribe sólo cuando no puedas dejar de hacerlo. Y siempre se puede dejar.


II.-Al escribir no creas que vas a derrumbar las puertas del misterio universal. No derrumbarás nada. Los mejores escritores consiguen apenas reforzarlo, y no te exijas tamaña proeza.


III.- Si estás indeciso entre dos adjetivos, prescinde de ambos y usa el sustantivo.


IV.- No creerás en la originalidad, por supuesto, pero tampoco vayas a creer en la trivialidad, que es la originalidad de todo el mundo.

V.- Lee mucho y olvida lo que más puedas.


VI.- Anota las ideas que se te ocurran en la calle, para evitar desarrollarlas: el azar es mal consejero.


VII.- No te derritas de gusto si te dicen que tu libro nuevo es mejor que el anterior. Quiere decir que el anterior no era bueno.


VIII.- Pero si te dicen que tu nuevo libro es peor que el anterior, quizá te están diciendo la verdad.


IX.- No respondas a los ataques del que no tiene categoría literaria: sería gastar pólvora en chimangos. Y si el atacante tuviera categoría, no ataca porque otras cosas lo preocupan.


X.- ¿Hallas que tu infancia fue maravillosa y que debes recordarla, a troche y moche, en tus escritos? Tus compañeros de infancia ahí están y no opinan lo mismo.

Consejos a los jóvenes literatos. Por Charles Baudelaire

El poeta Charles Pierre Baudelaire (Francia 1821-1867), autor de Las flores del mal, visita hoy nuestra cucha con un interesante hueso.

Los preceptos que se van a leer son fruto de la experiencia; la experiencia implica una cierta suma de equivocaciones; y como cada cual las ha cometido –todas o poco menos-, espero que mi experiencia será verificada por la de cada cual.

I

DE LA SUERTE Y DE LA MALA SUERTE EN LOS COMIENZOS

Los jóvenes escritores que hablando de un colega novel dicen con acento matizado de envidia: "¡Ha comenzado bien, ha tenido una suerte loca!", no reflexionan que todo comienzo está siempre precedido y es el resultado de otros veinte comienzos que no se conocen.

...creo más bien que el éxito es, en una proporción aritmética o geométrica, según la fuerza del escritor, el resultado de éxitos anteriores, a menudo invisibles a simple vista. Hay una lenta agregación de éxitos moleculares; pero generaciones espontáneas y milagrosas jamás.

Los que dicen: "Yo tengo mala suerte", son los que todavía no han tenido suficientes éxitos y lo ignoran.


Libertad y fatalidad son dos contrarios; vistas de cerca y de lejos son una sola voluntad.

Y es por eso que no hay mala suerte. Si hay mala suerte, es que nos falta algo: ese algo hay que conocerlo y estudiar el juego de las voluntades vecinas para desplazar más fácilmente la circunferencia.

II

DE LOS SALARIOS

Por hermosa que sea una casa es ante todo -y antes de que su belleza quede demostrada- tantos metros de frente por tantos de fondo. De igual modo la literatura, que es la materia más inapreciable, es ante todo una serie de columnas escritas; y el arquitecto literario, cuyo sólo nombre no es una probabilidad de beneficio, debe vender a cualquier precio.

Hay jóvenes que dicen: "Ya que esto vale tan poco, ¿para qué tomarse tanto trabajo?" Hubieran podido entregar trabajo del mejor; y en ese caso sólo hubieran sido estafados por la necesidad actual, por la ley de la naturaleza; pero se han estafado a sí mismos. Mal pagados, hubieran podido honrarse con ello; mal pagados, se han deshonrado.

Resumo todo lo que podría escribir sobre este asunto en esta máxima suprema, que entrego a la meditación de todos los filósofos, de todos los historiadores y de todos los hombres de negocios: "¡Sólo es con los buenos sentimientos con los que se llega a la fortuna!"

Los que dicen: "¡Para qué devanarse los sesos por tan poco!" son los mismos que más tarde quieren vender sus libros a doscientos francos el pliego, y rechazados, vuelven al día siguiente a ofrecerlo con cien francos de pérdida.

El hombre razonable es el que dice: "Yo creo que esto vale tanto, porque tengo genio; pero si hay que hacer algunas concesiones, las haré, para tener el honor de ser de los vuestros".

III

DE LAS SIMPATÍAS Y DE LAS ANTIPATÍAS

En amor como en literatura, las simpatías son involuntarias; no obstante, necesitan ser verificadas, y la razón tiene ulteriormente su parte.

Las verdaderas simpatías son excelentes, pues son dos en uno; las falsas son detestables, pues no hacen más que uno, menos la indiferencia primitiva, que vale más que el odio, consecuencia necesaria del engaño y de la desilusión.

Por eso yo admiro y admito la camaradería, siempre que esté fundada en relaciones esenciales de razón y de temperamento. Entonces es una de las santas manifestaciones de la naturaleza, una de las numerosas aplicaciones de ese proverbio sagrado: la unión hace la fuerza.

La misma ley de franqueza y de ingenuidad debe regir las antipatías. Sin embargo, hay gentes que se fabrican así odios como admiraciones, aturdidamente. Y esto es algo muy imprudente; es hacerse de un enemigo, sin beneficio ni provecho. Un golpe fallido no deja por eso de herir al menos en el corazón al rival a quien se le destinaba, sin contar que puede herir a derecha e izquierda a alguno de los testigos del combate.

Un día, durante una lección de esgrima, vino a molestarme un acreedor; yo lo perseguí por la escalera, a golpes de florete. Cuando volví, el maestro de armas, un gigante pacífico que me hubiera tirado al suelo de un soplido, me dijo: "¡Cómo prodiga usted su antipatía! ¡Un poeta! ¡Un filósofo! ¡Ah, que no se diga!" Yo había perdido el tiempo de dos asaltos, estaba sofocado, avergonzado y despreciado por un hombre más, el acreedor, a quien no había podido hacer gran cosa.

En efecto, el odio es un licor precioso, un veneno más caro que el de los Borgia, pues está hecho con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño ¡y los dos tercios de nuestro amor! ¡Hay que guardarlo avaramente!

IV

DEL VAPULEO

El vapuleo no debe practicarse más que contra los secuaces del error. Si somos fuertes, nos perdemos atacando a un hombre fuerte; aunque disintamos en algunos puntos, él será siempre de los nuestros en ciertas ocasiones.

Hay dos métodos de vapuleo: en línea curva y en línea recta, que es el camino más corto. (...) La línea curva divierte a la galería, pero no la instruye.

La línea recta... consiste en decir: "El señor X... es un hombre deshonesto y además un imbécil; cosa que voy a probar" -¡y a probarla!-; primero..., segundo..., tercero...etc. Recomiendo este método a quienes tengan fe en la razón y buenos puños.

Un vapuleo fallido es un accidente deplorable, es una flecha que vuelve al punto de partida, o al menos, que nos desgarra la mano al partir; una bala cuyo rebote puede matarnos.

V

DE LOS MÉTODOS DE COMPOSICIÓN

Hoy por hoy hay que producir mucho, de modo que hay que andar de prisa; de modo que hay que apresurarse lentamente; pues es menester que todos los golpes lleguen y que ni un solo toque sea inútil.

Para escribir rápido, hay que haber pensado mucho; haber llevado consigo un tema en el paseo, en el baño, en el restaurante, y casi en casa de la querida. (...)

Cubrir una tela no es cargarla de colores, es esbozar de modo liviano, disponer las masas en tono ligero y transparentes. La tela debe estar cubierta -en espíritu- en el momento en que el escritor toma la pluma para escribir el título.

Se dice que Balzac ennegrece sus manuscritos y sus pruebas de manera fantástica y desordenada. Una novela pasa entonces por una serie de génesis, en los que se dispersa, no sólo la unidad de la frase, sino también la de la obra. Sin duda es este mal método el que da a menudo a su estilo ese no se qué de difuso, de atropellado y de embrollado, que es el único defecto de ese gran historiador.

VI

DEL TRABAJO DIARIO Y DE LA INSPIRACIÓN

(...)

Una alimentación muy sustanciosa, pero regular, es la única cosa necesaria para los escritores fecundos. Decididamente, la inspiración es hermana del trabajo cotidiano. Estos dos contrarios no se excluyen en absoluto, como todos los contrarios que constituyen la naturaleza. La inspiración obedece, como el hombre, como la digestión, como el sueño. (...) Si se consiente en vivir en una contemplación tenaz de la obra futura, el trabajo diario servirá a la inspiración, como una escritura legible sirve para aclarar el pensamiento, y como el pensamiento calmo y poderoso sirve para escribir legiblemente, pues ya pasó el tiempo de la mala letra.

VII

DE LA POESÍA

En cuanto a los que se entregan o se han entregado con éxito a la poesía, yo les aconsejo que no la abandonen jamás. La poesía es una de las artes que más reportan; pero es una especie de colocación cuyos intereses sólo se cobran tarde; en compensación, muy crecidos.

Desafío a los envidiosos a que me citen buenos versos que hayan arruinado a un editor.

(...)

¿Por lo demás, qué tiene de sorprendente, puesto que todo hombre sano puede pasarse dos días sin comer, pero nunca sin poesía?

El arte que satisface la necesidad más imperiosa será siempre el más honrado.


VIII

DE LOS ACREEDORES

(...) Que el desorden haya acompañado a veces al genio, lo único que prueba es que el genio es terriblemente fuerte; por desgracia, para muchos jóvenes, ese título expresaba no un accidente, sino una necesidad.

Yo dudo mucho que Goethe haya tenido acreedores (...). No tengan acreedores jamás; a lo sumo, hagan como si los tuvieran, que es todo lo que puedo permitirles.


IX

DE LAS QUERIDAS

Si quiero acatar la ley de los contrastes, que gobierna el orden moral y el orden físico, me veo obligado a ubicar entre las mujeres peligrosas para los hombres de letras, a la mujer honesta, a la literata y a la actriz; la mujer honesta, porque pertenece necesariamente a dos hombres y es un mediocre pábulo para el alma despótica de un poeta; la literata, porque es un hombre fallido; la actriz, porque está barnizada de literatura y habla en "argot"; en fin, porque no es una mujer en toda la acepción de la palabra, ya que el público le resulta algo más preciosos que el amor.

(...)

Porque todos los verdaderos literatos sienten horror por la literatura en determinados momentos, por eso, yo no admito para ellos -almas libres y orgullosas, espíritus fatigados que siempre necesitan reposar al séptimo día-, más que dos clases posibles de mujeres: las bobas o las mujerzuelas, la olla casera o el amor.

-Hermanos, ¿hay necesidad de exponer las razones?

La medida del mundo. Por Denis Guedj

El francés Denis Guedj es matemático, profesor de historia de las ciencias, escritor y cineasta, entre otras cosas. Consiguió una interesante repercusión con la novela El teorema del loro. Pero antes escribió La medida del mundo, donde narra las peripecias de los dos astrónomos que, en expedición, salieron a medir la circunferencia de la tierra, y así obtener una cifra que luego dividieron por 14 millones, para conseguir, de ese modo, un número que se transforme en una unidad que se denominaría metro. Evidentemente eso sucedió durante la revolución francesa y la instauración de la unidad del sistema métrico decimal en ese país fue, recién, el 1 de enero de 1840. Mientras ¿Cómo se medía todo? Tomamos un párrafo del libro para conocer las variedades existentes. Para conocer de qué manera midieron la tierra hay que leer el libro.Se reprochaba a la multiplicidad de dialectos lo que se reprochó, también, a la diversidad de pesos y medidas: la leña se vendía por cuerdas; el carbón vegetal por cestos, el carbón de piedra por sacos, el ocre por toneles y la madera de construcción por marcas o vigas. Se vendía la fruta para sidra por barricas; la sal por moyos, por sextarios, por minas, por minotes y por medidas; la cal se vendía por barricas y el mineral por espuertas. Se compraba la avena por picotines y el yeso por sacos; se despachaba el vino por pintas, jarras, pasmos, galones y botellas. El aguardiente se vendía por cuartillos; el trigo por moyos y escudillas. Los paños, cortinas y tapices se compraban por alnas cuadradas; los bosques y prados se contaban en pértigas cuadradas, la viña en cuartelas. El arapende valía doce jornales y el jornal expresaba el trabajo de un hombre en un día; lo mismo ocurría con la peonada. Los boticarios pesaban en libras, onzas, dracmas y escrúpulos; la libra valía doce onzas, la onza ocho dracmas, la dracma tres escrúpulos y el escrúpulo veinte granos.
Las longitudes se medían en toesas y pies del Perú, que equivalían a una pulgada, una loña y ocho puntos del pie de rey que era el del rey Filicteras, el de Macedonia y el de Polonia; también el de las ciudades de Papua, Pésaro y Urbino. Era, por poco más o menos, el antiguo pie del Francocondado, de Maine y de Perche, y el pie de Burdeos para los agrimensores. Cuatro de esos pies se aproximaban al alna de Laval. Cinco de ellos equivalían al hexápodo de los romanos, que era la caña de Toulouse y la verga de Norai. Era también la de Raucourt, así como la cuerda de Marchenoir en Dunois. En Marsella, la caña para los los paños era, aproximadamente, un catorceavo más larga que la de la seda. ¡Qué confusión! De 700 a 800 nombres.
“¡Dos pesos y dos medidas!”, era el propio símbolo de la desigualdad. Respondiendo a los deseos expresados en los memoriales de agravios de 1789, pero también en los de los Estados Generales de 1576, solicitando que “para toda Francia, sólo exista un alna, un pie, un peso y una medida”, la Revolución decidió uniformarlo todo. Instauró un sistema de medidas único y uniforme, asegurando la facilidad en los intercambios y la integridad en las operaciones comerciales.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Apéndice III del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce

El perro sigue mordiendo el diccionario de Bierce y elige unos cuantos huesos jugosos para degustar.

Ganso, s. Ave que suministra plumas para escribir que, gracias a un proceso oculto de la naturaleza, están impregnadas, en distinta medida, de la energía intelectual y el carácter del ganso, de suerte que al ser entintadas y deslizadas mecánicamente sobre un papel por una persona llamada "autor", resulta una transcripción bastante exacta de los pensamientos y sentimientos del ave. Las diferencias entre un ganso y otro, tal como se manifiestan a través de este ingenioso método, son considerables. Muchos gansos sólo poseen facultades triviales e insignificantes, pero otros son, en realidad, grandes gansos.

Genealogía, s. Estudio de nuestra filiación hasta llegar a un antepasado que no tuvo interés en averiguar la suya.

Glotón, s. Persona que escapa a los riesgos de la moderación incurriendo en dispepsia.

Hipogrifo, s. Animal, ahora extinguido, que era mitad caballo y mitad grifo. El grifo en sí era un animal compuesto, mitad león y mitad águila. El hipogrifo, pues, sólo era un cuarto de águila, o sea dos dólares con cincuenta céntimos en oro. El estudio de la zoología está lleno de sorpresas.

Hipócrita, s. El que profesando virtudes que no respeta se asegura la ventaja de parecer lo que desprecia.

Historia, s. Relato casi siempre falso de hechos casi siempre nimios producidos por gobernantes casi siempre pillos o por militares casi siempre necios.

Homicidio, s. Muerte de un ser humano por otro ser humano.
Hay cuatro clases de homicidio: felón, excusable, justificable y encomiable, aunque al muerto no le importa mucho si lo han incluido en una o en otra; la distinción es para uso de abogados.

Humildad, s. Paciencia inusitada para planear una venganza que valga la pena.

Ignorante, s. Persona desprovista de ciertos conocimientos que usted posee, y sabedora de otras cosas que usted ignora.

Indultar, v. t. Remitir una pena y devolver al acusado a una vida criminal. Agregar a la fascinación del crimen la tentación de la ingratitud.

Incipit II (Cuentos)

El perro vuelve con los comienzos de cuentos. Su mente funciona como la de un detective, minuciosamente. Ahora cree que un buen inicio puede estimular la búsqueda del resto del cuento. Además afirma que dejó más huesos enterrados.
Cuando el señor Holbrook Jackson publicó un libro sobre la literatura de la penúltima década del siglo XIX, miré con ansiedad el índice, en busca del nombre SOAMES, ENOCH. Temía no encontrarlo. En efecto, no lo encontré.
(Enoch Soames. Max Beerbohm)

Era un día de marzo.
Cuando comencéis un cuento nunca, jamás lo hagáis de esta manera. Difícilmente podría imaginarse un peor comienzo. Carece de ingenio, es rudo, aburrido y probablemente no sea más que viento. En este caso sin embargo es tolerable. Porque el siguiente párrafo, que debiera iniciar el relato, es bastante disparatado, extravagante y absurdo para arrojárselo a la cara al lector sin previo aviso.
Sara estaba llorando sobre la cuenta de la comida.
(Primavera a la carte. O. Henry)

Y sí, mire, los avatares de la existencia tienen muchas cosas. Hubo una etapa en mi vida que yo estudiaba la expresión corporal y la formación del actor. A la salida nos reuníamos todos en el café de la esquina. Todos, de alguna forma o de otra, estudiaban Letras y Filosofía. Yo, como corredor de Molinos y Embutidos Patria, asumo mi rol. Es decir que mi formación no es universitaria, sino eminentemente primaria.
(Mishiadura en Aries. Isidoro Blaisten)

Me llamo José, aunque la gente que me conoce me llama Pepe, y algunos, generalmente los que no me conocen bien o no tienen un trato familiar conmigo, me llaman Pepe el tira. Pepe es un diminutivo cariñoso, afable, cordial, que no me disminuye ni me agiganta, un apelativo que denota, incluso, cierto respeto afectuoso, si se me permite la expresión, no un respeto distante. Luego viene el otro nombre, el alias, la cola o joroba que arrastro con buen ánimo, sin ofenderme, en cierta medida porque nunca o casi nunca lo utilizan en mi presencia.
(El policía de las ratas. Roberto Bolaño)

Sabía que era un error dejarle aquel dinero a mi hermano. ¿Qué necesidad tenía yo de más deudores...? Pero me llamó y me dijo que no podía pagar el plazo de la casa. ¿Qué otra opción me quedaba? No había estado nunca en su casa (vivía en California, a mil quinientos kilómetros de distancia); ni siquiera la había visto, pero no quería que la perdiera. Lloraba en el teléfono, y decía que iba a perder lo que había conseguido en toda una vida de trabajo. Dijo que me devolvería el dinero. En febrero, dijo. Incluso antes. En marzo, a más tardar.
(El elefante. Raymond Carver)

De ella sólo sé con certeza dos cosas. La primera es que es la madre de mi amigo Riccardo y la segunda la diré al final.
(Una casa en las montañas sabinas. John Berger)

Uno no acaba nunca de comprender a la gente. La señora Enriqueta tenía un puesto de pastillas y caramelos en las cercanías del Jardín Botánico. Bueno; el tal puesto es una canasta plana, repleta de confites, sobre un caballete plegadizo.
(La señora Enriqueta y su ramito. Leonidas Barletta)

No hay nadie, en todo Ike-no-wo, que no conozca la nariz de Zenchi Naigu. Medirá unos 16 centímetros, y es como un colgajo que desciende hasta más abajo del mentón. Es de grosor parejo desde el comienzo al fin; en una palabra, una cosa larga, con aspecto de embutido, le cae desde el centro de la cara.
(La nariz. Ryunosuke Akutagawa)