miércoles, 24 de diciembre de 2008

Incipit IV (Cuentos)

En esta cuarta entrega de comienzos de cuentos, el perro deja entrever cuatro clásicos. Atacad. Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre—llamémoslo Wakefield—que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco—sin una adecuada discriminación de las circunstancias—debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres.
(Wakefield. Nathaniel Hawthorne)

El coronel elogia mi puntualidad:
­Es puntual como los alemanes ­dice.
­O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
­He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
(Esa mujer. Rodolfo Walsh)

Lo que es la vida, a veces, solemos comentar, cuando alguien nos cuenta algo, sobre todo malo, que escapa un poco o un mucho a las reglas generales de lo que esperábamos escuchar, acerca de una persona, de un acontecimiento, o de ambos, conjuntamente. Y, por supuesto, se da el caso de que seamos muy sinceros, porque realmente sentimos pena o nos asombramos de que la vida, en efecto, sea así, a veces. Pero, la verdad, casi siempre lo único que deseamos es salir del paso, cambiando de tema, lo antes posible, y dándonos un toquecito de profundidad, además…
(París canalla. Alfredo Bryce Echenique)

Entre don Pedro el carnicero y yo sólo cabían, por el momento, unas relaciones bastante restringidas. Nuestras vidas eran muy distintas. Para él, existir era cercenar infatigablemente animales en la fétida frescura de la carnicería; para mí, arrancar numerosas hojas de un bloc barato y ponerlas en la máquina de escribir. Casi todos nuestros actos diarios se sujetaban a un ritual distinto. Yo lo visitaba para pagarle mi cuenta, pero no asistía a la fiesta de compromiso de su hija, por ejemplo.
(Rani. Carlos Peralta)

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?
(Los asesinos. Ernest Hemingway)

Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.
(El niño proletario. Osvaldo Lamborghini)

Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Hombres se afeitan ante los espejos en las mesas de las cocinas, y mujeres cortan pan para el café, canturreando, y niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto en el tercer pueblo por un hombre feliz.
(Matar a un niño. Stig Dagerman)

Diez mandamientos para escribir con estilo. Por Friedrich Nietzsche

Lo que importa más es la vida: el estilo debe vivir.
El estilo debe ser apropiado a tu persona, en función de una persona determinada a la que quieres comunicar tu pensamiento.

Antes de tomar la pluma, hay que saber exactamente cómo se expresaría de viva voz lo que se tiene que decir. Escribir debe ser sólo una imitación.

El escritor está lejos de poseer todos los medios del orador. Debe, pues, inspirarse en una forma de discurso muy expresiva. Su reflejo escrito parecerá de todos modos mucho más apagado que su modelo.

La riqueza de la vida se traduce por la riqueza de los gestos. Hay que aprender a considerar todo como un gesto: la longitud y la cesura de las frases, la puntuación, las respiraciones; También la elección de las palabras, y la sucesión de los argumentos.

Cuidado con el período. Sólo tienen derecho a él aquellos que tienen la respiración muy larga hablando. Para la mayor parte, el período es tan sólo una afectación.

El estilo debe mostrar que uno cree en sus pensamientos, no sólo que los piensa, sino que los siente.

Cuanto más abstracta es la verdad que se quiere enseñar, más importante es hacer converger hacia ella todos los sentidos del lector.

El tacto del buen prosista en la elección de sus medios consiste en aproximarse a la poesía hasta rozarla, pero sin franquear jamás el límite que la separa.

No es sensato ni hábil privar al lector de sus refutaciones más fáciles; es muy sensato y muy hábil, por el contrario, dejarle el cuidado de formular él mismo la última palabra de nuestra sabiduría.

miércoles, 10 de diciembre de 2008

Apéndice V del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce

Una vez más, el perro ofrece su arbitraria selección del diccionario del diablo.
Lamentable, adj. Estado de un enemigo o adversario después de un encuentro imaginario con uno mismo.

Lástima, s. Sensación de inmunidad, inspirada por el contraste.

Legal, adj. Compatible con la voluntad del juez competente.

Lenguaje, s. Música con que encantamos las serpientes que custodian el tesoro ajeno.

Libertad, s. Uno de los bienes más preciosos de la Imaginación, que permite eludir cinco o seis entre los infinitos métodos de coerción con que se ejerce la autoridad. Condición política de la que cada nación cree tener un virtual monopolio. Independencia. La distinción entre libertad e independencia es más bien vaga, los naturalistas no han encontrado especímenes vivos de ninguna de las dos.

Libertino, s. El que ha corrido tras el placer con tanto ardor, que tuvo la desgracia de pasarlo de largo.

Longevidad, s. Prolongación poco común del temor a la muerte.

Lunes, s. En los países cristianos, el día que sigue al partido de béisbol.

Lógica, s. Arte de pensar y razonar en estricta concordancia con los límites e incapacidades de la incomprensión humana. La base lógica es el silogismo, que consiste en una premisa mayor, una menor y una conclusión, por ejemplo: "Mayor": Sesenta hombres pueden realizar un trabajo sesenta veces más rápido que un solo hombre. ."Menor": Un hombre puede cavar un pozo para un poste en sesenta segundos. "Conclusión": Sesenta hombres pueden cavar un pozo para un poste en un segundo. Esto es lo que puede llamarse el silogismo matemático, con el cual, combinando lógica y matemática, obtenemos una doble certeza y somos dos veces benditos.

Mamíferos, s. Familia de vertebrados cuyas hembras, en estado natural, amamantan a su cría, pero cuando se vuelven civilizadas e inteligentes la dan a la nodriza o usan el biberón.

Mano, s. Instrumento singular que se usa al extremo de un brazo humano, y que por lo general se encuentra metida en un bolsillo ajeno.

Matar, v. t. Crear una vacante sin designar un sucesor.

martes, 2 de diciembre de 2008

Jim Thompson: reivindicación de lo que no parece

Jorge Aloy

Si la ficción no es una idea trasnochada y aislada de la vida, la podríamos interpretar como una posibilidad de la realidad. Tomando esta premisa intentamos abordar a Jim Thompson: en sus novelas ahondó en la conducta y la conciencia de los que viven al margen de la ley. Y es justo decir que no es casual la descripción de una sociedad esquizofrénica en su obra: es la sociedad en la que nació y creció. Sin ir muy lejos, su padre fue un sheriff corrupto de Andarko que abandonó su puesto por malversar fondos. Toda la familia debió huir y ganarse la vida como sea.
Jim Thompson nació en la reserva india de Oklahoma en 1906. Su madre era cherokee y su padre de ascendencia escocesa. No era, sino, hijo de la mezcla que concibió a toda América.
Jim Thompson comienza a reelaborar para una revista reseñas policiales verídicas a partir de artículos que le consiguen su madre y su hermana, mientras sufre las burlas del padre por llevar adelante una profesión impropia. Paralelamente consigue un trabajo nocturno de botones en un hotel en decadencia, en Texas, y conocerá un mundo complementario al suyo, donde a cambio de interesantes propinas hará mandados oscuros para prostitutas y gángsteres. Es ahí donde comienza su incursión en el alcohol y la cocaína. Luego de llevar durante dos años un ritmo vertiginoso de vida, termina hospitalizado con tuberculosis. En ese lapso su padre muere en un internado para locos después de ahogarse comiendo el colchón de su cama. Previamente había robado y vaciado la cuenta bancaria de Jim.
Recuperado, a duras penas, comienza un peregrinaje por diversos oficios: obrero de la construcción, vendedor callejero, empleado en una panificadora, vendedor de alcohol durante la ley seca y escritor.
En 1949 llega la publicación de Sólo un asesinato, novela que vende la insospechada suma de 750.000 ejemplares. En 1952 es contratado por la Lion Book y le publican en un año y medio once novelas con un tiraje de 150.000 unidades cada una. Este es un período de abstinencia alcohólica donde Thompson consigue escribir entre diez y veinte páginas diarias. Pero no vivía en la abundancia económica, ya que por cada original cobraba sólo 2.000 dólares. Los títulos que sobresalieron en esta etapa fueron El asesino dentro de mí, Los alcohólicos, En bruto. Su editor, Arnold Hano, consideró a Noche salvaje como la mejor de esta serie (“Creo que vivir es recordar. Si uno pierde interés, si todo le parece igual de sombrío y gris, como ocurre cuando miras a la luz con los ojos cerrados, si para ti carece de valor almacenar, lo bueno o lo malo, las recompensas o los castigos, entonces podrás seguir adelante cierto tiempo. Pero no vives. Ni recuerdas".).
Jim Thompson incursionó, profundizó y le dio vida al policial negro narrando en primera persona, haciéndonos caer en la trampa de la ingenuidad de los personajes a través de la subjetividad que implica ese modo de contar. La ironía y el sarcasmo lanzados en dosis administradas por sus manos hábiles hacen imposible olvidar a Una mujer endemoniada (por ejemplo cuando Dillon dice “la muchacha estaba muy lejos de ser una belleza como yo. Pero algo en ella me atrajo”.), y la obra maestra por excelencia, 1280 almas, que la editorial Gallimard de Francia concedió el privilegio de publicarla con el número mil de su Serie Noire (“Lo único que había hecho en mi vida era trabajar de comisario. Era todo cuanto podía hacer. Lo que es otra forma de decir que todo cuanto podía hacer se reducía a cero. Y si dejaba de ser comisario, no tendría ni sería nada”.).
Durante la caza de brujas del senador MacCarthy pasó a integrar las listas negras y trabajó de corrector en un diario. Fue en ese entonces cuando lo contactó el director de cine Stanley Kubritck y realizaron conjuntamente los guiones de Casta de malditos (1956) y Senderos de gloria (1957). Más tarde, Sam Peckinpah filmó su novela La huida (1972), con el protagónico de Steve McQueen. Los timadores, novela que muestra el mundo de los embaucadores, fue filmada por Stephen Frears. Y Burt Kennedy, El asesino dentro de mí (1975).
Muchas otras novelas de Jim Thompson fueron filmadas con nombres distintos a los originales o incluso sin reconocerles su autoría. En sus últimos días ya no encontró fuerzas para enjuiciar a los responsables de la película El golpe, donde se sintió plagiado.
Su modo de narrar recorrió todos los bordes posibles, los de la literatura y el lenguaje mismo. La frialdad de sus palabras, lejos de toda compasión, quedó confirmada cuando aseveró que “hay treinta y dos maneras de escribir una historia, y yo he utilizado todas y cada una de ellas; pero sólo hay una trama posible: las cosas nunca son lo que parecen”.
Jim Thompson en los últimos años de vida, enfermo de cataratas ya no podía leer ni escribir y, al contrario de su padre, decidió un día cerrar la boca y dejar de comer para morir de hambre. Cosa que sucedió, finalmente, el 7 de abril de 1977. Unos días antes le había pedido a su mujer que guardara bien sus manuscritos porque vaticinaba que en diez años lo iban a valorar como escritor.
Lo último: En una encuesta de la legendaria revista española “El viejo topo”, 1280 almas de Jim Thompson fue distinguida como la tercera novela negra del siglo XX, detrás de El largo Adiós de Chandler y Cosecha roja de Hammett. Codo a codo con las grandes obras del género.

La retórica del cuento. Por Horacio Quiroga

Nuevamente el perro trae a la memoria a Horacio Quiroga (Uruguay, 1878-Buenos Aires, 1958), una suerte de Edgar Allan Poe rioplatense. Cuentista, dramaturgo y poeta. Sobrellevó una vida signada por la tragedia. Se suicidó bebiendo cianuro.

En estas mismas columnas, solicitado cierta vez por algunos amigos de la infancia que deseaban escribir cuentos sin las dificultades inherentes por común a su composición, expuse unas cuantas reglas y trucos, que, por haberme servido satisfactoriamente en más de una ocasión, sospeché podrían prestar servicios de verdad a aquellos amigos de la niñez.
Animado por el silencio -en literatura el silencio es siempre animador- en que había caído mi elemental anagnosia del oficio, completéla con una nueva serie de trucos eficaces y seguros, convencido de que uno por lo menos de los infinitos aspirantes al arte de escribir, debía de estar gestando en las sombras un cuento revelador.
Ha pasado el tiempo. Ignoro todavía si mis normas literarias prestaron servicios. Una y otra serie de trucos anotados con más humor que solemnidad llevaban el título común de Manual del perfecto cuentista.
Hoy se me solicita de nuevo, pero esta vez con mucha más seriedad que buen humor. Se me pide primeramente una declaración firme y explícita acerca del cuento. Y luego, una fórmula eficaz para evitar precisamente escribirlos en la forma ya desusada que con tan pobre éxito absorbió nuestras viejas horas.
Como se ve, cuanto era de desenfadada y segura mi posición al divulgar los trucos del perfecto cuentista, es de inestable mi situación presente. Cuanto sabía yo del cuento era un error. Mi conocimiento indudable del oficio, mis pequeñas trampas más o menos claras, sólo han servido para colocarme de pie, desnudo y aterido como una criatura, ante la gesta de una nueva retórica del cuento que nos debe amamantar.
“Una nueva retórica...” No soy el primero en expresar así los flamantes cánones. No está en juego con ellos nuestra vieja estética, sino una nueva nomenclatura. Para orientarnos en su hallazgo, nada más útil que recordar lo que la literatura de ayer, la de hace diez siglos y la de los primeros balbuceos de la civilización, han entendido por cuento.
El cuento literario, nos dice aquélla, consta de los mismos elementos sucintos que el cuento oral, y es como éste el relato de una historia bastante interesante y suficientemente breve para que absorba toda nuestra atención.
Pero no es indispensable, adviértenos la retórica, que el tema a contra constituya una historia con principio, medio y fin. Una escena trunca, un incidente, una simple situación sentimental, moral o espiritual, poseen elementos de sobra para realizar con ellos un cuento.
Tal vez en ciertas épocas la historia total -lo que podríamos llamar argumento- fue inherente al cuento mismo. “¡Pobre argumento! -decíase-. ¡Pobre cuento!” Más tarde, con la historia breve, enérgica y aguda de un simple estado de ánimo, los grandes maestros del género han creado relatos inmortales.
En la extensión sin límites del tema y del procedimiento en el cuento, dos calidades se han exigido siempre: en el autor, el poder de transmitir vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la brevedad del relato, que la definen.
Tan específicas son estas cualidades, que desde las remotas edades del hombre, y a través de las más hondas convulsiones literarias, el concepto del cuento no ha variado. Cuando el de los otros géneros sufría según las modas del momento, el cuento permaneció firme en su esencia integral. Y mientras la lengua humana sea nuestro preferido vehículo de expresión, el hombre contará siempre, por ser el cuento la forma natural, normal e irreemplazable de contar.
Extendido hasta la novela, el relato puede sufrir en su estructura. Constreñido en su enérgica brevedad, el cuento es y no puede ser otra cosa que lo que todos, cultos e ignorantes, entendemos por tal.
Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes de las Mil y una noches, los del Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Merimée de Bret-Harte, de Verga, de Chejov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la luna. Pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades.
Todos ellos poseen en grado máximo la característica de entrar vivamente en materia. Nada más imposible que aplicarles las palabras: “Al grano, al grano...” con que se hostiga a un mal contador verbal. El cuentista que “no dice algo”, que nos hace perder el tiempo, que lo pierde él mismo en divagaciones superfluas, puede verse a uno y otro lado buscando otra vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista.
Pero ¿si esas divagaciones, digresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismos elementos de gran belleza? ¿Si ellos solos, mucho más que el cuento sofocado, realizan una excelsa obra de arte?
Enhorabuena, responde la retórica. Pero no constituyen un cuento. Esas divagaciones admirables pueden lucir en un artículo, en una fantasía, en un cuadro, en un ensayo, y con seguridad en una novela. En el cuento no tienen cabida, ni mucho menos pueden constituirlo por sí solas.
Mientras no se cree una nueva retórica, concluye la vieja dama, con nuevas formas de la poesía épica, el cuento es y será lo que todos, grandes y chicos, jóvenes y viejos, muertos y vivos, hemos comprendido por tal. Puede el futuro nuevo género ser superior, por sus caracteres y sus cultores, al viejo y sólido afán de contar que acucia al ser humano. Pero busquémosle otro nombre.
Tal es la cuestión. Queda así evacuada, por boca de la tradición retórica, la consulta que se me ha hecho.
En cuanto a mí, a mi desventajosa manía de entender el relato, creo sinceramente que es tarde ya para perderla. Pero haré cuanto esté en mí para no hacerlo peor.

Cómo escribir un cuento policial. Por Gilbert K. Chesterton

Gilbert Keith Chesterton (1874-1936). Ensayista y escritor de ficción inglés. Sus obras se siguen leyendo con el mismo sabor de siempre. El perro mueve la cola ante El candor del padre Brown y El hombre que fue jueves.

"Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confundidos, no importa si los decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar." (Chesterton)

Que quede claro que escribo este artículo siendo totalmente consciente de que he fracasado en escribir un cuento policíaco. Pero he fracasado muchas veces.
Mi autoridad es por lo tanto de naturaleza práctica y científica, como la de un estudioso de lo social que se ocupe del desempleo o del problema de la vivienda. No tengo la pretensión de haber cumplido el ideal que aquí propongo al joven estudiante; soy, si les place, ante todo el terrible ejemplo que debe evitar. Sin embargo creo que existen ideales para la narrativa policíaca, como existen para cualquier actividad digna de ser llevada a cabo. Y me pregunto por qué no se exponen con más frecuencia en la literatura didáctica popular que nos enseña a hacer tantas otras cosas menos dignas de efectuarse. Como, por ejemplo, la manera de triunfar en la vida. Se publican panfletos de todo tipo para enseñar a la gente las cosas que no pueden ser aprendidas como tener personalidad, tener muchos amigos, poesía y encanto personal. Incluso aquellas facetas del periodismo y la literatura de las que resulta más evidente que no pueden ser aprendidas, son enseñadas con asiduidad. Pero he aquí una muestra clara de sencilla artesanía literaria, más constructiva que creativa, que podría ser enseñada hasta cierto punto e incluso aprendida en algunos casos muy afortunados. Más pronto o más tarde, creo que esta demanda será satisfecha, en este sistema comercial en que la oferta responde inmediatamente a la demanda y en el que todo el mundo esta frustrado al no poder conseguir nada de lo que desea. Más pronto o más tarde, creo que habrá no sólo libros de texto explicando los métodos de la investigación criminal sino también libros de texto para formar criminales. Apenas será un pequeño cambio de la ética financiera vigente y, cuando la vigorosa y astuta mentalidad comercial se deshaga de los últimos vestigios de los dogmas inventados por los sacerdotes, el periodismo y la publicidad demostrarán la misma indiferencia hacia los tabúes actuales que hoy en día demostramos hacia los tabúes de la Edad Media. El robo se justificará al igual que la usura y nos andaremos con los mismos tapujos al hablar de cortar cuellos que hoy tenemos para monopolizar mercados. Los quioscos se adornaran con títulos como La falsificación en quince lecciones o ¿Por qué aguantar las miserias del matrimonio?, con una divulgación del envenenamiento que será tan científica como la divulgación del divorcio o los anticonceptivos.
Pero, como a menudo se nos recuerda, no debemos impacientarnos por la llegada de una humanidad feliz y, mientras tanto, parece que es tan fácil conseguir buenos consejos sobre la manera de cometer un crimen como sobre la manera de investigarlos o sobre la manera de describir la manera en que podrían investigarse. Me imagino que la razón es que el crimen, su investigación, su descripción y la descripción de la descripción requieren, todas ellas, algo de inteligencia. Mientras que triunfar en la vida y escribir un libro sobre ello, no.
Primero
Lo primero y principal es que el objetivo del cuento de misterio, como el de cualquier otro cuento o cualquier otro misterio, no es la oscuridad sino la luz. El cuento se escribe para el momento en el que el lector comprende por fin el acontecimiento misterioso, no simplemente por los múltiples preliminares en que no. El error sólo es la oscura silueta de una nube que descubre el brillo de ese instante en que se entiende la trama. Y la mayoría de los malos cuentos policíacos son malos porque fracasan en esto. Los escritores tienen la extraña idea de que su trabajo consiste en confundir a sus lectores y que, mientras los mantengan confundidos, no importa si los decepcionan. Pero no hace falta sólo esconder un secreto, también hace falta un secreto digno de ocultar. El clímax no debe ser anticlimático. No puede consistir en invitar al lector a un baile para abandonarle en una zanja. Más que reventar una burbuja debe ser el primer albor de un amanecer en el que el alba se ve acentuada por las tinieblas. Cualquier forma artística, por trivial que sea, se apoya en algunas verdades valiosas. Y por más que nos ocupemos de nada más importante que una multitud de Watsons dando vueltas con desorbitados ojos de búho, considero aceptable insistir en que es la gente que ha estado sentada en la oscuridad la que llega a ver una gran luz; y que la oscuridad sólo es valiosa en tanto acentúa dicha gran luz en la mente.
Siempre he considerado una coincidencia simpática que el mejor cuento de Sherlock Holmes tiene un titulo que, a pesar de haber sido concebido y empleado en un sentido completamente diferente, podría haber sido compuesto para expresar este esencial clarear: el título es "Resplandor plateado".
Segundo

El segundo gran principio es que el alma de los cuentos de detectives no es la complejidad sino la sencillez. El secreto puede ser complicado pero debe ser simple. Esto también señala las historias de más calidad. El escritor esta ahí para explicar el misterio pero no debería tener que explicar la propia explicación. Ésta debe hablar por sí misma. Debería ser algo que pueda decirse con voz silbante (por el malo, por supuesto) en unas pocas palabras susurradas o gritado por la heroína antes de desmayarse por la impresión de descubrir que dos y dos son cuatro. Ahora bien, algunos detectives literarios complican más la solución que el misterio y hacen el crimen más complejo aun que su solución.
Tercero
En tercer lugar, de lo anterior deducimos que el hecho o el personaje que lo explican todo, deben resultar familiares al lector. El criminal debe estar en primer plano pero no como criminal; tiene que tener alguna otra cosa que hacer que, sin embargo, le otorgue el derecho de permanecer en el proscenio. Tomaré como ejemplo el que ya he mencionado, "Resplandor plateado". Sherlock Holmes es tan conocido como Shakespeare. Por lo tanto, no hay nada de malo en desvelar, a estas alturas, el secreto de uno de estos famosos cuentos. A Sherlock Holmes le dan la noticia de que un valioso caballo de carreras ha sido robado y el entrenador que lo vigilaba asesinado por el ladrón. Se sospecha, justificadamente, de varias personas y todo el mundo se concentra en el grave problema policial de descubrir la identidad del asesino del entrenador. La pura verdad es que el caballo lo asesinó.
Pues bien, considero el cuento modélico por la extrema sencillez de la verdad. La verdad termina resultando algo muy evidente. El caballo da título al cuento, trata del caballo en todo momento, el caballo está siempre en primer plano, pero siempre haciendo otra cosa. Como objeto de gran valor, para los lectores, va siempre en cabeza. Verlo como el criminal es lo que nos sorprende. Es un cuento en el que el caballo hace el papel de joya hasta que olvidamos que una joya puede ser un arma.
Si tuviese que crear reglas para este tipo de composiciones, esta es la primera que sugeriría: en términos generales, el motor de la acción debe ser una figura familiar actuando de una manera poco frecuente. Debería ser algo conocido previamente y que esté muy a la vista. De otra manera no hay auténtica sorpresa sino simple originalidad. Es inútil que algo sea inesperado no siendo digno de espera. Pero debería ser visible por alguna razón y culpable por otra. Una gran parte de la tramoya, o el truco, de escribir cuentos de misterio es encontrar una razón convincente, que al mismo tiempo despiste al lector, que justifique la visibilidad del criminal, más allá de su propio trabajo de cometer el crimen.Muchas obras de misterio fracasan al dejarlo como un cabo suelto en la historia, sin otra cosa que hacer que delinquir. Por suerte suele tener dinero o nuestro sistema legal, tan justo y equitativo, le habría aplicado la ley de vagos y maleantes mucho antes de que lo detengan por asesinato. Llegamos al punto en que sospechamos de estos personajes gracias a un proceso inconsciente de eliminación muy rápido. Por lo general, sospechamos de él simplemente porque nadie lo hace.El arte de contar consiste en convencer, durante un momento, al lector no sólo de que el personaje no ha llegado al lugar del crimen sin intención de delinquir si no de que el autor no lo ha puesto allí con alguna segunda intención. Porque el cuento de detectives no es más que un juego. Y el lector no juega contra el criminal sino contra el autor.
El escritor debe recordar que en este juego el lector no preguntará, como a veces hace en una obra seria o realista: "¿Por qué el agrimensor de gafas verdes trepa al árbol para vigilar el jardín del médico?" Sin sentirlo ni dudarlo, se preguntará: "¿Por qué el autor hizo que el agrimensor trepase al árbol o cuál es la razón que le hizo presentarnos a un agrimensor?". El lector puede admitir que cualquier ciudad necesita un agrimensor sin reconocer que el cuento pueda necesitarlo. Es necesario justificar su presencia en el cuento (y en el árbol) no sólo sugiriendo que lo envía el Ayuntamiento sino explicando por qué lo envía el autor.Más allá de las faltas que planea cometer en el interior de la historia debe tener alguna otra justificación como personaje de la misma, no como una miserable persona de carne y hueso en la vida real. El lector, mientras juega al escondite con su auténtico rival el autor, tiende a decir: Sí soy consciente de que un agrimensor puede trepar a un árbol, y sé que existen árboles y agrimensores. ¿Pero qué esta haciendo con ellos? ¿Por qué hace usted que este agrimensor en concreto trepase a este árbol en particular, hombre astuto y malvado?
Cuarto
Esto nos conduce al cuarto principio que debemos recordar. La gente no lo reconocerá como práctico ya que, como en los otros casos, los pilares en que se apoya lo hacen parecer teórico. Descansa en el hecho que, entre las artes, los asesinatos misteriosos pertenecen a la gran y alegre compañía de las cosas llamadas chistes. La historia es un vuelo de la imaginación. Es conscientemente una ficción ficticia. Podemos decir que es una forma artística muy artificial pero prefiero decir que es claramente un juguete, algo a lo que los niños juegan. De donde se deduce que el lector que es un niño, y por lo tanto muy despierto, es consciente no sólo del juguete, también de su amigo invisible que fabricó el juguete y tramó el engaño. Los niños inocentes son muy inteligentes y algo desconfiados.E insisto en que una de las principales reglas que debe tener en mente el hacedor de cuentos engañosos es que el asesino enmascarado debe tener un derecho artístico a estar en escena y no un simple derecho realista a vivir en el mundo. No debe venir de visita sólo por motivos de negocios, deben ser los negocios de la trama. No se trata de los motivos por los que el personaje viene de visita, se trata de los motivos que tiene el autor para que la visita ocurra. El cuento de misterio ideal es aquel en que es un personaje tal y como el autor habría creado por placer, o por impulsar la historia en otras áreas necesarias y después descubriremos que está presente no por la razón obvia y suficiente sino por las segunda y secreta. Añadiré que por este motivo, a pesar de las burlas hacia los noviazgos estereotipados, hay mucho que decir a favor de la tradición sentimental de estilo más lector o más victoriano. Habrá quien lo llame un aburrimiento pero puede servir para taparle los ojos al lector.
Quinto
Por último, el principio de que los cuentos de detectives, como cualquier otra forma literaria, empiezan con una idea. Lo que se aplica también a sus facetas más mecánicas y a los detalles. Cuando la historia trata de investigaciones, aunque el detective entre desde fuera el escritor debe empezar desde dentro. Cada buen problema de este tipo empieza con una buena idea, una idea simple. Algún hecho de la vida diaria que el escritor es capaz de recordar y el lector puede olvidar. Pero en cualquier caso la historia debe basarse en una verdad y, por más que se le pueda añadir, no puede ser simplemente una alucinación.