domingo, 20 de diciembre de 2009

Íncipit y Éxplicit

Fernando Terreno (*)


Cuando El perro publicó los primeros comienzos de cuentos quedé deslumbrado por partida doble. Nunca había reparado en la importancia de esas pocas líneas para invitarnos a entrar a lo desconocido y para seducirnos casi de inmediato. La primera entrega lo decía claramente: “es el momento inicial del relato donde el narrador convence al lector para que siga leyendo". Por otro lado, la sola palabra que los nombraba -íncipit- ejercía sobre mí una atracción irresistible, sonaba clara y misteriosa a la vez.
La afición a revisar los huesos seleccionados se me fue haciendo costumbre. Con el tiempo, empecé a olisquear por mi cuenta y a clasificarlos según mi propio parecer. Fue durante la lectura de algunos de ellos que comencé a fijarme en el modo en que el autor había resuelto como iba a ser la salida o el cierre de la historia que había (mos) tejido. La cuestión era importante porque, en cierto modo, definía la posibilidad de nuevos encuentros. Una sorpresa vino a agregarse: ya había una palabra para ellos -éxplicit-, tan atildada como la otra y al mismo tiempo severa como toda conclusión.
No se trata de contar el final de un cuento, novela o película, lo que lograría que todos los lectores nos odiaran con justa razón. Tampoco de revelar tramas que eviten el suspenso ni de contar por ejemplo que “el asesino es el mucamo”. Se trata de elegir aquellos remates que dejan al lector después de haber cerrado la puerta, con el picaporte en la mano y la sensación de que algo se ha quedado en él para siempre.
Me parece que la selección de las frases con las que rematan sus historias es tan apasionante como la de los inicios, porque allí los autores dejan el sello y la rúbrica de su estilo.
Para comenzar he elegido estos:

“Al salir, Paula cerró la puerta con llave; después, antes de atar el sulky, la tiró al aljibe.”
(Patrón, Abelardo Castillo)

“Suárez, casi con desdén, hace fuego."
(El muerto, Jorge Luis Borges)

"Y, como aquellas no eran -lo sé- sino palabras, las habituales palabras engañosas y desesperadas que sólo un verdadero beso habría podido impedirle proferir, sean ellas, precisamente, y no otras, las que sellen aquí lo poco que el corazón ha sabido recordar."
(El jardín de los Finzi-Contini, Giorgio Bassani)

Pero ponga su esperanza
En el Dios que lo formó;
y aquí me despido yo,
que he relatado a mi modo
males que conocen todos,
pero que naides contó".
(Martín Fierro, 1ª parte, José Hernández)


Mas nadie se crea ofendido,
pues a ninguno incomodo;
y si canto de este modo
por encontrarlo oportuno,
noes para mal de ninguno,
sinó para bien de todos.
(Martín Fierro, 2ª parte, José Hernández)

"Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura."
(El sur, Jorge Luis Borges)


“De todos modos, ya no juego al ajedrez. A veces, por la noche, me distraigo un poco analizando las consecuencias de la retirada de la dama a tres caballo, que me parece lo mejor para las negras.”
(La cuestión de la dama en el Max Lange, Abelardo Castillo)


Para finalizar, una curiosidad. Éxplicit viene del latín, donde significaba: desenrollado, que refiere al final de los libros en rollos, como eran antiguamente.

(*) Fernando Terreno es una apasionado por la literatura. De profesión es Ingeniero electromecánico. Podemos leer sus notas, habitualmente, en su blog www.lapulpera.blogspot.com

sábado, 12 de diciembre de 2009

El pan compartido

Daniel Goñi (*)
Corría el invierno de 1973 cuando, camino a mi casa de entonces, en Longchamps, escuché por primera vez “Poseído del alba” a través del pequeño audífono que me conectaba a una bonita portátil Sony con funda de cuero que me había encontrado, para mi sorpresa y mi bien, en el asiento de un tren semivacío junto a un libro de poemas de Pablo Neruda, Odas elementales.
Yo venía entonces con “Hey baby” (Nuevo sol naciente) de Jimi Hendrix, del álbum “Rainbow Bridge”, y con “She´s so heavy” de Los Beatles, de “Abbey Road”, como verdaderas bandas de sonido íntimas de mi vida de escape por esos días. Habían funcionado como certeros hachazos en mi corteza cerebral adolescente, músicas osadas que avisaban que algo estaba sucediendo en el mundo y que aquello venía a la captura de uno, así de corta, para sacarlo de la gris rutina que comenzaba a arrastrarnos al consabido rincón de la mediocridad disciplinada. Creo que lo que experimenté allí fue un impacto que condensaba sorpresa, despertaba la curiosidad, inflamaba la psiquis y arrastraba el cuerpo a ese río sonoro lleno de arrogancia, sensualidad, audacia, desafío y belleza.
La instantánea sensación de despegar del piso se hizo presente allí y creo que esas alas que descubrí entonces son las que, con interregnos en la vida, me han permitido conectarme con lo mejor de mí y de los demás.
La indómita y envolvente cadencia de “Poseído…” me puso en sintonía, creo, con ese firmamento, bajo ese helado y azabache cielo de mayo, fusilado de estrellas.
El mullido y embriagante colchón sonoro del Hammond de Carlos Cutaia; la guitarra, la voz y la increíble poesía de Luis Alberto más la base de David y el “Negro” Black en bajo y batería me hicieron levitar con la insondable dulzura y atrevimiento de un polvo adolescente.
Si tengo que trasmitir lo que sentí, debería decir: que la vida podía ser otra cosa. Inmediatamente busqué esa pista y supe que aquello era un adelanto del álbum que Pescado Rabioso estaba grabando por aquellas convulsionados jornadas políticas y sociales en que “la ventana tiene un aspecto muy normal / pero cada día sentimos que se agita mas”.
Spinetta se había lanzado a darle una vuelta de tuerca muy jugada a lo que había yo conocido con Almendra. Ese desafío de lo nuevo era lo que seducía. Hay momentos en los que la sensibilidad te permite ligar con ese cable invisible que fluye en el aire como un tren vivencial y que invita a subirse.
A veces miro hacia adentro y vuelven aquellos destellos que viajan del cerebro hasta el diafragma formando grumitos de dulce efervescencia celestial en el cuore y uno quisiera que eso se quedase allí.
El viernes 4 de diciembre en Liniers el tren pasó otra vez.
(*) El amigo Daniel Goñi es periodista de espectáculos. La presente nota es un correo electrónico personal destinado a sus amigos. Por supuesto, autorizó su publicación al elocuente Perro.

martes, 1 de diciembre de 2009

Descatalogados V

Jorge Aloy

El vagabundo de las estrellas

Jack London

Título original: The wanderer of the Stars

Traducción: Jacinto León Ignacio

Editorial Ediciones 29
Año: 1998. 280 páginas

“Con frecuencia, a lo largo de mi vida, he experimentado la extraña sensación de que mi ser se desdobla, de que otros seres vivían o habían vivido en él, en otros tiempos y en otros lugares”. Así se presenta Darrell Standing, el narrador y protagonista de esta extrañísima descatalogada novela de Jack London. Inmediatamente utiliza el vocativo para involucrar al lector en la historia: “No protestes, tú, mi futuro lector. Por el contrario, explora tu propia conciencia”.
La novela une puntos que pueden considerarse lugares comunes en la literatura: un preso que espera su ejecución y un hombre que descubre haber tenido otras vidas. Por supuesto, todo en una sola persona. Pero London sabe muy bien borrar las marcas de la obviedad y construir una historia sólida. Seguramente confiaba en que la solidez de la literatura se sustenta en el lenguaje. Y precisamente aquí, en esta obra de 1915, a tan sólo un año de la inminencia de su muerte, se trasluce la madurez del escritor: no deja rastros de que lo incriminen, como era habitual, por autobiográfico.
El condenado sabe que su muerte será injusta, está aislado y necesita encontrarse con lo que alguna vez fue. En esa búsqueda, a instancias de un preso vecino, realiza una prueba donde consigue liberar su espíritu matando al cuerpo. Inmediatamente se despega de la tierra y vaga entre las estrellas. La búsqueda es “el supremo misterio de la Vida”.
El narrador sabe que puede parecer ridículo, pero no se detiene. Opone su realidad oprobiosa de la prisión a una libertad idílica entre los astros del cielo. Standing, como todos aquellos que buscan algo más de la existencia, encuentra que puede proyectar no sólo su vida presente, sino también aquellas que fueron en otros tiempos. Y aquí, con historias dentro de la propia historia marco, London desarrolla con maestría un despliegue técnico y emocional como pocos.
Jack London camina por el límite de su propia creación: el protagonista surge a la aventura por necesidad. Necesidad que se transforma en necesidad espiritual, única que puede mitigar todo dolor.
Darrell Standing comprende que la vida es apenas un instante y se resigna a un destino unívoco. Pero antes aprende que no tiene sentido enfrentarlo. Siempre será su víctima.
Es conocido que alguna vez London dijo “Nunca tuve una infancia, y me parece que ando en busca de esa infancia perdida”. En El vagabundo de la estrellas, London se regodea con esa búsqueda y por suerte la comparte con nosotros.

(Hay una edición con el nombre El peregrino de las estrellas, con otra traducción. Pero consideramos más meritoria la que aquí comentamos).