domingo, 15 de agosto de 2010

De autómatas, magos y ajedrecistas

Jorge Aloy

En la novela August Eschenburg de Steven Millhauser aparece mencionado un tal Robert Houdin. Es un secreto que se puede revelar: Robert Houdin (1805-1871) era un relojero francés. Alguna vez por equivocación, en una biblioteca, le entregaron dos libros de magia cuando había solicitado algunos de relojería. Enojado, antes de ir a cambiarlos, decidió hojearlos. Quedó atrapado de tal modo que emprendió un profundo estudio de la magia. Su dedicación cambió la historia del ilusionismo, ya que combinó sus conocimientos de relojería con los de magia, y consiguió crear algunos autómatas maravillosos. Uno de ellos, por ejemplo, preparaba una torta a pedido del público. Su originalidad logró que internacionalmente se lo reconozca como “El padre de la magia moderna”. Aún hoy se conservan los autómatas que fabricó. A uno de ellos, precisamente, nombra Millhauser en la novela.
Dos últimos detalles: todos conocemos al gran Houidini, el escapista, pero quizá no a Houdin. A pesar de ello, Houidini tomó su apellido en homenaje a Houidin, agregándole una “i”. Robert Houidin tenía un teatro que llevaba su nombre y que en 1888 compró el mago y cineasta Goerge Meliés (1861-1938). En esta sala, en 1896, comenzó a proyectar sus primeros Films. Meliés, gracias a sus conocimientos de ilusionismo, fue el gran creador de los trucos del cine. Los mismos trucos que hasta el día de hoy se siguen usando. Es notable que tanto Robert Houdin como Goerge Meliés utilizaron la combinación de dos saberes para perfeccionar uno de ellos.
Un hecho paradojal producen los autómatas: el cambio de actitud que adoptamos ante ellos. Durante el siglo XIX y gran parte del XX se sospechaba que ningún autómata podía jugar al ajedrez sin la colaboración de un hombre. Apoyados en este criterio las máquinas causaban asombro. En el siglo XXI cuando un jugador de ajedrez se destaca sobre sus iguales surge la sospecha de que está apoyado por un transmisor conectado a una computadora. Hubo casos comprobados fehacientemente. El gran inconveniente es que existen equipos muy pequeños que se pueden esconder en una oreja.
Lo último: Finalmente, creando la duda, es el hombre quien se encuentra en el centro de la cuestión. Y desde el centro, el hombre oscila entre el entretenimiento y el engaño
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domingo, 1 de agosto de 2010

La despedida de los autómatas

Jorge Aloy


Autor: Steven Millhauser


Título: August Eschenburg


Interzona Editora
Año: 2005
Páginas: 97
Traducción: Marcelo Cohen


August Eschenburg es una novela que retoma la tradición de los autómatas en la literatura, tradición fortalecida en las primeras décadas del siglo XIX por E.T.A. Hoffmann. Teniendo en cuenta esta práctica de las letras en el romanticismo, Steven Millhauser propone una nueva significación: sitúa la historia a fines del siglo XIX, en Alemania, planteando un conflicto de carácter filosófico forzado por los tiempos que corren.
August, el hijo de un relojero de provincia, en su infancia quedará deslumbrado por un show de magia que celebra un pequeño muñeco mecánico. Ese momento determinará la pasión que marcará su destino: la construcción de autómatas. El camino hacia la perfección como creador y el modo en que August se desenvuelva en el interior de una sociedad fluctuante determinará la columna vertebral de la historia.
El antecedente de los autómatas en la literatura (sea de Hoffmann o Poe) marcaba la idea de una repetición, de una copia del hombre, y generaba una confusión entre los límites de lo real y lo aparente. Steven Millhauser propone cierta ambivalencia entre la construcción del autómata y su posterior utilización. Es decir, contrapone por un lado la pasión del mecanismo (igualándolo a la precisión de una pieza de relojería) y, por otro, el uso comercial de la creación (que va desde aquello que puede ser considerado arte hasta espectáculos groseros destinados a ciertas masas demandantes). Ya no se trata de sustituir lo humano por un mecanismo que es animado por algo mágico y desconocido. Lo que sucede es que Steven Millhauser contrapone dos mundos: uno que muere y otro que nace. El héroe romántico ya no tiene lugar y el Capitalismo lo debe absorber, y junto a él debe absorber a sus máquinas. En August Eschenburg presenciamos esa
confrontación, donde la repetición y la masificación del arte se imponen como una receta irrevocable del capitalismo. Los autómatas de August no son adivinos ni juegan maravillosamente al ajedrez, son artistas que deslumbran a los espectadores. Pero en la confrontación que surge en aquel fin de siglo también se verá involucrada la inevitable desaparición del espectador romántico. A August “(…) no le gustaba escuchar que estaba retrasado respecto a su época, ni a tono con su época. Sentía que su trabajo nada tenía que ver con esas cuestiones (…)”. Los autómatas estaban ingresando a un mundo ajeno, al mundo del movimiento, al mundo del cine. ¿Cómo se deben adaptar? O mejor aún ¿es necesario que se adapten a algo? Ahí está el punto central de reflexión en la novela.
Cuando ya nada se esperaba de la temática de los autómatas nos encontramos, felizmente, con August Eschenburg que le da una vuelta de tuerca necesaria, clausurando probablemente un ciclo. Steven Millhauser (EE.UU. 1943) considerado un autor de culto, en general evita los reportajes porque le exigen que hable de sí mismo. Prefiere ocupar su tiempo produciendo (no olvidemos, por ejemplo, que la película El ilusionista -2006- está basada en un cuento de su autoría). Lo mejor es que Millhauser siga produciendo, y que las editoriales retomen su publicación en nuestro idioma.