miércoles, 28 de mayo de 2008

Zugzwang


Jorge Aloy

Ludeck Pachman, en Estrategia moderna en ajedrez de 1963, escribía acerca de un autómata electrónico que en 1956 en la URSS resolvió un problema ajedrecístico en 12 minutos, lo cual le hizo declamar que él lo hubiera resuelto en un minuto solamente. Por supuesto, el chip era un invento impensado por esos años: el cálculo que el autor hacía para que la máquina eligiese la movida correcta entre 30 posibles, calculando una profundidad de 7 jugadas para cada una, era de 10.000 años. Luego mencionaba una segunda alternativa en la programación, consistente “en enseñar a la máquina los principios más importantes de estrategia y táctica”. Pero la máquina jugaba muy débilmente.
Pachman no negaba los avances cibernéticos, sino que se oponía a aceptar alguna competencia para el cerebro humano: “La razón es que el juego de ajedrez rebasa los límites de la lógica y entra en el campo de la dialéctica”.
Que se razone de este modo, en la década del 60, estaba dentro de las posibilidades: en Francia surgía el estructuralismo que imponía la importancia del sistema frente a la primacía del sujeto. En el caso del ajedrez, se separaba el cerebro de silicio de la intuición humana.
Después de 1974 los ajedrecistas le perdieron el rastro a Bobby Fischer, cuando fuera expulsado de la federación internacional y despojado de su título. Sólo se conocía algo de él por infidencias de los que se llamaban sus amigos. Y de este modo se difundió que viajaba constantemente a la Unión Soviética a reunirse con otro ex campeón del mundo: Botwinnick. El soviético trabajaba, por ese entonces, en programación de aparatos cibernéticos de ajedrez. Como en tantas otras cosas, la guerra fría era sólo publicidad. El avance de las computadoras era serio.
La década del 80 ve nacer a los ordenadores personales y a maquinitas con tablero incorporado que juegan al ajedrez. Lo hacen en un nivel doméstico, pero ya comienzan a mostrarse en torneos. Se produce, además, cierta reticencia para enfrentarlas.
Aún en los 90 el prejuicio continúa. Garry Kasparov, el referente de la humanidad en cuanto al ajedrez se trate, declaraba que jamás perdería con una máquina. Pero un día sucedió y quedamos en zugzwang.
Acabada la batalla entre máquinas y humanos, la primera pasó a ser la herramienta inseparable del jugador: almacena datos y más datos.
Lo último: En el siglo XXI es posible obviar esta dicotomía. Y pudo ser antes, pero nadie supo escuchar a tiempo a Anatoli Karpov cuando declaró que la bicicleta no había matado al maratonista.

16 consejos. Por Jorge Luis Borges

En literatura es preciso evitar:
1. Las interpretaciones demasiado inconformistas de obras o de personajes famosos. Por ejemplo, describir la misoginia de Don Juan, etc.
2. Las parejas de personajes groseramente disímiles o contradictorios, como por ejemplo Don Quijote y Sancho Panza, Sherlock Holmes y Watson.
3. La costumbre de caracterizar a los personajes por sus manías, como hace, por ejemplo, Dickens.
4. En el desarrollo de la trama, el recurso a juegos extravagantes con el tiempo o con el espacio, como hacen Faulkner, Borges y Bioy Casares.
5. En las poesías, situaciones o personajes con los que pueda identificarse el lector.
6. Los personajes susceptibles de convertirse en mitos.
7. Las frases, las escenas intencionadamente ligadas a determinado lugar o a determinada época; o sea, el ambiente local.
8. La enumeración caótica.
9. Las metáforas en general, y en particular las metáforas visuales. Más concretamente aún, las metáforas agrícolas, navales o bancarias. Ejemplo absolutamente desaconsejable: Proust.
10. El antropomorfismo.
11. La confección de novelas cuya trama argumental recuerde la de otro libro. Por ejemplo, el Ulysses de Joyce y la Odisea de Homero.
12. Escribir libros que parezcan menús, álbumes, itinerarios o conciertos.
13. Todo aquello que pueda ser ilustrado. Todo lo que pueda sugerir la idea de ser convertido en una película.
14. En los ensayos críticos, toda referencia histórica o biográfica. Evitar siempre las alusiones a la personalidad o a la vida privada de los autores estudiados. Sobre todo, evitar el psicoanálisis.
15. Las escenas domésticas en las novelas policíacas; las escenas dramáticas en los diálogos filosóficos. Y, en fin:
16. Evitar la vanidad, la modestia, la pederastia, la ausencia de pederastia, el suicidio.

El decálogo. Por Juan Carlos Onetti

I.
No busquen ser originales. El ser distinto es inevitable cuando uno no se preocupa de serlo.

II.
No intenten deslumbrar al burgués. Ya no resulta. Éste sólo se asusta cuando le amenazan el bolsillo.

III.
No traten de complicar al lector, ni buscar ni reclamar su ayuda.

IV.
No escriban jamás pensando en la crítica, en los amigos o parientes, en la dulce novia o esposa. Ni siquiera en el lector hipotético.

V.
No sacrifiquen la sinceridad literaria a nada. Ni a la política ni al triunfo. Escriban siempre para ese otro, silencioso e implacable, que llevamos dentro y no es posible engañar.

VI.
No sigan modas, abjuren del maestro sagrado antes del tercer canto del gallo.

VII.
No se limiten a leer los libros ya consagrados. Proust y Joyce fueron despreciados cuando asomaron la nariz, hoy son genios.

VIII.
No olviden la frase, justamente famosa: 2 más dos son cuatro; pero ¿y si fueran 5?

IX.
No desdeñen temas con extraña narrativa, cualquiera sea su origen. Roben si es necesario.

X.
Mientan siempre.

XI.
No olviden que Hemingway escribió: "Incluso di lecturas de los trozos ya listos de mi novela, que viene a ser lo más bajo en que un escritor puede caer."

Decálogo del perfecto cuentista. Por Horacio Quiroga

I
Cree en un maestro -Poe, Maupassant, Kipling, Chejov- como en Dios mismo.
II
Cree que su arte es una cima inaccesible. No sueñes en domarla. Cuando puedas hacerlo, lo conseguirás sin saberlo tú mismo.
III
Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia
IV
Ten fe ciega no en tu capacidad para el triunfo, sino en el ardor con que lo deseas. Ama a tu arte como a tu novia, dándole todo tu corazón.
V
No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas.
VI
Si quieres expresar con exactitud esta circunstancia: "Desde el río soplaba el viento frío", no hay en lengua humana más palabras que las apuntadas para expresarla. Una vez dueño de tus palabras, no te preocupes de observar si son entre sí consonantes o asonantes.
VII
No adjetives sin necesidad. Inútiles serán cuantas colas de color adhieras a un sustantivo débil. Si hallas el que es preciso, él solo tendrá un color incomparable. Pero hay que hallarlo.
VIII
Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea.
IX
No escribas bajo el imperio de la emoción. Déjala morir, y evócala luego. Si eres capaz entonces de revivirla tal cual fue, has llegado en arte a la mitad del camino
X
No pienses en tus amigos al escribir, ni en la impresión que hará tu historia. Cuenta como si tu relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes, de los que pudiste haber sido uno. No de otro modo se obtiene la vida del cuento.

Consejos para escritores. Por Anton Chejov

Uno no termina con la nariz rota por escribir mal; al contrario, escribimos porque nos hemos roto la nariz y no tenemos ningún lugar al que ir.
Cuando escribo no tengo la impresión de que mis historias sean tristes. En cualquier caso, cuando trabajo estoy siempre de buen humor. Cuanto más alegre es mi vida, más sombríos son los relatos que escribo.
Dios mío, no permitas que juzgue o hable de lo que no conozco y no comprendo.
No pulir, no limar demasiado. Hay que ser desmañado y audaz. La brevedad es hermana del talento.
Lo he visto todo. No obstante, ahora no se trata de lo que he visto sino de cómo lo he visto.
Es extraño: ahora tengo la manía de la brevedad: nada de lo que leo, mío o ajeno, me parece lo bastante breve.
Cuando escribo, confío plenamente en que el lector añadirá por su cuenta los elementos subjetivos que faltan al cuento.
Es más fácil escribir de Sócrates que de una señorita o de una cocinera.
Guarde el relato en un baúl un año entero y, después de ese tiempo, vuelva a leerlo. Entonces lo verá todo más claro. Escriba una novela. Escríbala durante un año entero. Después acórtela medio año y después publíquela. Un escritor, más que escribir, debe bordar sobre el papel; que el trabajo sea minucioso, elaborado.
Te aconsejo: 1) ninguna monserga de carácter político, social, económico; 2) objetividad absoluta; 3) veracidad en la pintura de los personajes y de las cosas; 4) máxima concisión; 5) audacia y originalidad: rechaza todo lo convencional; 6) espontaneidad.
Es difícil unir las ganas de vivir con las de escribir. No dejes correr tu pluma cuando tu cabeza está cansada.
Nunca se debe mentir. El arte tiene esta grandeza particular: no tolera la mentira. Se puede mentir en el amor, en la política, en la medicina, se puede engañar a la gente e incluso a Dios, pero en el arte no se puede mentir.
Nada es más fácil que describir autoridades antipáticas. Al lector le gusta, pero sólo al más insoportable, al más mediocre de los lectores. Dios te guarde de los lugares comunes. Lo mejor de todo es no describir el estado de ánimo de los personajes. Hay que tratar de que se desprenda de sus propias acciones. No publiques hasta estar seguro de que tus personajes están vivos y de que no pecas contra la realidad.
Escribir para los críticos tiene tanto sentido como darle a oler flores a una persona resfriada.
No seamos charlatanes y digamos con franqueza que en este mundo no se entiende nada. Sólo los charlatanes y los imbéciles creen comprenderlo todo.
No es la escritura en sí misma lo que me da náusea, sino el entorno literario, del que no es posible escapar y que te acompaña a todas partes, como a la tierra su atmósfera. No creo en nuestra intelligentsia, que es hipócrita, falsa, histérica, maleducada, ociosa; no le creo ni siquiera cuando sufre y se lamenta, ya que sus perseguidores proceden de sus propias entrañas. Creo en los individuos, en unas pocas personas esparcidas por todos los rincones -sean intelectuales o campesinos-; en ellos está la fuerza, aunque sean pocos.

martes, 27 de mayo de 2008

Consejos sobre el arte de escribir cuentos. Por Roberto Bolaño

Roberto Bolaño nació en 1953 en Chile. En 1977 se radicó en España y murió en Barcelona en el año 2003. Escribió La literatura nazi en América (novela, 1996), Los detectives salvajes (novela, 1998), Tres (poesía, 2000), Putas asesinas, (cuentos, 2001), Amberes (novela, 2002), entre otros.
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Como ya tengo 44 años, voy a dar algunos consejos sobre el arte de escribir cuentos.
1) Nunca abordes los cuentos de uno en uno, honestamente, uno puede estar escribiendo el mismo cuento hasta el día de su muerte.
2) Lo mejor es escribir los cuentos de tres en tres, o de cinco en cinco. Si te ves con energía suficiente, escríbelos de nueve en nueve o de quince en quince.
3) Cuidado: la tentación de escribirlos de dos en dos es tan peligrosa como dedicarse a escribirlos de uno en uno, pero lleva en su interior el mismo juego sucio y pegajoso de los espejos amantes.
4) Hay que leer a Quiroga, hay que leer a Felisberto Hernández y hay que leer a Borges. Hay que leer a Rulfo, a Monterroso, a García Márquez. Un cuentista que tenga un poco de aprecio por su obra no leerá jamás a Cela ni a Umbral. Sí que leerá a Cortázar y a Bioy Casares, pero en modo alguno a Cela y a Umbral.
5) Lo repito una vez más por si no ha quedado claro: a Cela y a Umbral, ni en pintura.
6) Un cuentista debe ser valiente. Es triste reconocerlo, pero es así.
7) Los cuentistas suelen jactarse de haber leído a Petrus Borel. De hecho, es notorio que muchos cuentistas intentan imitar a Petrus Borel. Gran error: ¡Deberían imitar a Petrus Borel en el vestir! ¡Pero la verdad es que de Petrus Borel apenas saben nada! ¡Ni de Gautier, ni de Nerval!
8) Bueno: lleguemos a un acuerdo. Lean a Petrus Borel, vístanse como Petrus Borel, pero lean también a Jules Renard y a Marcel Schwob, sobre todo lean a Marcel Schwob y de éste pasen a Alfonso Reyes y de ahí a Borges.
9) La verdad es que con Edgar Allan Poe todos tendríamos de sobra.
10) Piensen en el punto número nueve. Uno debe pensar en el nueve. De ser posible: de rodillas.
11) Libros y autores altamente recomendables: De lo sublime, del Seudo Longino; los sonetos del desdichado y valiente Philip Sidney, cuya biografía escribió Lord Brooke; La antología de Spoon River, de Edgar Lee Masters; Suicidios ejemplares, de Enrique Vila-Matas.
12) Lean estos libros y lean también a Chéjov y a Raymond Carver, uno de los dos es el mejor cuentista que ha dado este siglo.


La representación del mundo

Jorge Aloy

Cuando en 1857 Flaubert publica Madame Bouvary, desconocía seguramente que estaba abriendo la puerta hacia la literatura moderna. Incluso, ante las repercusiones, debió enfrentar un juicio respondiendo por la actitud inmoral de la protagonista. Fue absuelto y la defensa dejó establecida la diferencia existente entre autor y narrador. La misma que más tarde adoptaría la crítica literaria.
La modificación que esta novela produce en la literatura mundial se debe a la utilización de elementos tomados de campos lejanos a la alta cultura. Flaubert reconoció haberse nutrido en su juventud de la lectura de folletines sentimentales. En una carta a Colet le confesó que “todo el valor de mi libro, si tiene alguno, estará en haber sabido andar derecho sobre un cabello suspendido entre el doble abismo del lirismo y lo vulgar”.
En nuestro medio, Manuel Puig dijo que sus modelos no provenían de la literatura sino del cine de Hollywood. Y Roberto Arlt se apropiaba de términos españoles de las traducciones arbitrarias de las novelas rusas y construía, con la mezcla, un lenguaje nuevo.
También recordamos al francés Blaise Cendrars (1887-1961). De muy joven una frase de Schopenhauer le reveló el camino a seguir: “el mundo es mi representación”. Y se apegó a esa idea.
Si bien es amigo de Apollinaire, Modigliani, Chagall… ¿quién es uno de sus escritores favoritos? Un tal Gustave Le Rouge (1867-1938), oscuro autor que escribió entre otras cosas La Guerra de los Vampiros, Como Expresar sus Sentimientos con Estampillas, y la más admirada por Cendrars 100 Recetas para la Preparación de Restos.
En 1910 en Meldois, Cendrars paseaba en un auto viejo con Antoinette, una señorita a la que deseaba seducir. El vehículo se rompió y el chofer intentó repararlo a latigazos y maldiciones. Apenas a unos metros se encontraba observando la ridícula escena Gustave le Rouge: era la puerta de su casa. Cendrars y Le Rouge congeniaron inmediatamente. En cuanto a la esposa, Marthe, sedujo a la joven Antoinette y huyeron de la casa. A partir de ese momento en la vivienda de Le Rouge suceden las cosas más extrañas: se le escapa el tucán, mueren los peces del estanque y en dos días se seca por completo el jardín.
Poco tiempo después, Cendrars encontró a las dos mujeres en un cabaret de Londres. Realizaban un sensual acto sadomasoquista. Era el mismo cabaret donde actuaba un humorista llamado Charles Chaplin.
Lo último: Cendrars, con su muerte, dejó 30 novelas inconclusas.

El diablo tiene su diccionario

Jorge Aloy
Desde 1881 y por más de veinte años, Ambrose Bierce publicó en diarios de E.E.U.U. lo que en 1906, en formato de libro pasó a llamarse El vocabulario del cínico. En 1911, el autor consideró que existían demasiados libros estúpidos y necios con la palabra “cínico” en sus títulos, y optó por rebautizarlo Diccionario del diablo. Por supuesto, los términos que ahí encontramos están definidos por el uso corriente que de ellos hace el aludido cínico. Por ejemplo: “Mano, s. Instrumento singular que se usa al extremo de un brazo humano, y que por lo general se encuentra metida en un bolsillo ajeno.” Y “Egoísta, s. Persona de mal gusto, que se interesa más en sí mismo que en mí”.
Sus cuentos hicieron escuela, incluso en nuestro país. Ni Quiroga, ni Borges ni Cortázar lo olvidaron. Perdurarán en la memoria “El puente sobre el río del Búho” (o “El ahorcado”, según la edición), “Aceite de perro” y “Mi crimen favorito”. Sus libros fueron traducidos por Rodolfo Walsh, quien no dejó escapar el alma de ninguna palabra. Recordemos otra: “Aborígenes, s. Seres de escaso mérito que entorpecen el suelo de un país recién descubierto. Pronto dejan de entorpecer; entonces, fertilizan.”
Bierce imprimió a toda su obra un rasgo imperecedero y llegó a ser comparado con Edgar Allan Poe. Fue el menor de nueve o trece hermanos (las biografías no se ponen de acuerdo), quienes, en su totalidad, llevaban nombres que comenzaban con la letra “A” (un berretín paterno). A los 17 años tuvo una aventura amorosa con una viuda de más de 60, y sus padres afanosos por separarlo, lo envían al Instituto Militar de Kentucky. Realizó instrucción y participó en la guerra de Secesión hasta 1865, momento en el que sufrió una herida en la cabeza.
Posteriormente, sus circunstancias familiares no dejan de ser interesantes: una hermana, misionera en África, es devorada por los caníbales. Un hijo muere en una pelea callejera y otro por una sobredosis de cocaína. En ese contexto descubre que su mujer le es infiel y se divorcian.
En 1913, a los 71 años, toma la decisión de viajar a México para conocer a Pancho Villa y unirse a la revolución. En una de sus cartas, escribió como se veía a sí mismo en México: “Ser un gringo en México; eso es eutanasia”.
Ambrose Bierce nació en Ohio el 24 de junio de 1842 y, para completar el mito, no se sabe cuando murió. Las cartas perdieron asiduidad y nunca más se supo de él.
Lo último: “Bigamia, s. Mal gusto que la sabiduría del futuro castigará con la trigamia”.

Queremos tanto a Sam Loyd

Jorge Aloy

Quien haya leído algún libro sobre problemas en ajedrez o matemáticas o magia o juegos de ingenio, se habrá topado con Sam Loyd. Hombre multifacético, reconocido por sus contemporáneos como “el que le quitó el tiempo libre a los norteamericanos”. Nació en Filadelfia el 30 de enero de 1841 y a los 16 años publicaba problemas de ajedrez en varios periódicos con gran seguimiento de lectores.
Los primeros acertijos de ingenio que compuso los hizo para un empresario de circo: el embaucador P. T. Barnum. Consistían en ofrecer premios fabulosos a todo aquel que los resolviera. Por supuesto, estaban basados en principios matemáticos que escondían la imposibilidad de solución. Por ese entonces su juego más famoso fue el llamado 14-15. Consistía en un cuadrado de 4 x 4 con 15 fichas movibles, ubicadas en orden y numeradas, excepto las correspondientes a los números 14 y 15 que se hallaban intercambiadas entre sí: la idea era colocarlas en orden correlativo. Se ofrecía mil dólares a aquel que hallase la solución correcta. Fue tan grande la obsesión que se llegó a decir que hubo maquinistas que no pararon sus trenes en algunas estaciones porque estaban concentrados en el juego. Por supuesto, el premio nunca se pagó.
En 1876 fue designado jurado en un concurso de problemas de ajedrez y objetó una de las reglas: la participación con cantidad libre de problemas. Aducía que habiendo varias competencias dentro del torneo, una sola persona podría llevarse más de un premio. El presidente del jurado le respondió que en la práctica eso era imposible. Loyd, que tenía previsto presentar una sola composición, para sostener su argumento se encerró una hora en una habitación y compuso 24 finales que entregó con seudónimo. Resultado: obtuvo 7 primeros premios, 2 segundos premios, 4 menciones honoríficas y un premio especial a la composición más humorística.
Se conoció también en publicaciones de ilusionismo un método de cómo, con un corte de tijera, la bandera norteamericana pasaba de tener 15 franjas a 13. Estaba basado en una paradoja matemática de distribución oculta.
Sam Loyd, además de escribir una enciclopedia con 5000 juegos de ingenio, discutir de ajedrez con el campeón del mundo Steinitz, ser un exitoso hombre de negocios, un fanático del teatro, un apasionado por las matemáticas, fue ingeniero y maestro de billar.
Lo último: En 1928 a 17 años de su muerte, acaecida el 11 de abril de 1911, apareció publicada su autobiografía. La firma de Sam Loyd esta vez era la de su hijo que, además del ingenio, había heredado su nombre.

Probabilidades y apuestas

Jorge Aloy

Los juegos de azar que implican apuestas masivas están inmersos en un preciso cálculo de probabilidades. Cuantas menos posibilidades de triunfo existan, se intentará convencer al apostador de todo lo contrario.
En el siglo XVII, durante el desarrollo de una partida de naipes por puntos, uno de los participantes (justo el que iba primero) debía abandonar el juego. Otro apostador consultó a Blas Pascal (1623-1662), conociendo su talento matemático y que, por suerte para la anécdota, se encontraba allí: ¿Puede llevarse todo el dinero el jugador que va ganando y que, lamentablemente, debe retirarse?
Esta cuestión generó una serie de estudios en Pascal, carteándose incluso con Pierre de Fermat y estableciendo reglas más profundas en relación a las probabilidades. Pascal, más tarde, llegó al punto de afirmar que “la única apuesta segura es la existencia de Dios. Si no existe, no se pierde nada. Pero de existir, el premio puede ser la salvación eterna”.
Hagamos una apuesta. Dentro de un campo de fútbol hay 22 jugadores y un árbitro. ¿Cuál es la probabilidad de que haya 2 personas que cumplan años la misma fecha? Da la impresión que la probabilidad es muy baja, pero no es así. Supera el 50%. Es decir que hay más posibilidades que haya dos personas que cumplan años la misma fecha a que no la haya. No es importante el número de personas, lo importante es la cantidad de parejas que puedan formarse. Es decir, la primera persona puede formar 22 parejas, la segunda 21 (ya forma pareja con la primera y no se vuelve a contar), la tercera, 20. Y así, hasta llegar al último de los 23 deportistas son 253 parejas sobre la cantidad de días del año que son 365. Acertar esta posibilidad es complicada porque se dice que son problemas anti intuitivos, hay que hacer los cálculos.
Algo más sencillo es saber que en un mazo de barajas de poker, donde la mitad de las cartas es roja y la otra mitad es negra, al mezclarlas en profundidad, el naipe que quede arriba tiene un 50% de posibilidades que sea rojo. Si lo miramos y efectivamente es rojo, la suerte estuvo de nuestro lado. Pero si ahora a esa carta la colocamos en el fondo del mazo ¿qué probabilidad tengo de que la nueva carta de arriba sea roja otra vez?
No, no es de un 50%, porque ya sabemos que al haber una carta roja abajo hay una menos que puede estar arriba. El porcentaje ronda el 48%.
Lo último: En el siglo XX, Bertrand Russell llegó a preguntarse “¿Cómo nos atrevemos a hablar de las leyes del azar? ¿No es acaso el azar la antítesis de toda ley?”.

Epitafios


Jorge Aloy

La inscripción en la lápida, de un tiempo a esta parte, parece haberse transformado en un género literario. El epitafio intentaba ilustrar en pocas palabras la vida del difunto. Luego esas palabras se erigieron en un meticuloso arte que no desatenderemos.
Séneca se suicidó abriéndose las venas y para su tumba dejó un toque de atención: “Es más digno que los hombres aprendan a morir que a matar”. También el tono sentencioso marcó el epitafio de Gabriela Mistral: “Lo que el alma hace por su cuerpo, es lo que el hombre hace por su pueblo”.
En el caso de Juan Sebastián Bach encontramos humor auto referente: “Desde aquí no se me ocurre ninguna fuga”. Igualmente en Orson Welles: “No es que yo fuera superior. Es que los demás eran inferiores”.
La tumba de Benjamín Franklin lleva grabada: “Arrebató el rayo a los cielos y el cetro a los reyes”. Y en el autor del Fausto, Goethe, encontramos: “Despreocuparos, no fui feliz”.
El autor de Los ladrones somos gente honrada, Enrique Jardiel Poncela dejó una última humorada: “Si quieres los mayores elogios, moríos”. Francis Scott Fitzgerald resumió el sentimiento etílico por excelencia: “Estuve borracho muchos años, después me morí”.
Miguel de Unamuno fue paradojal: “Sólo le pido a Dios que tenga piedad con el alma de este ateo”. Mientras que Lord Byron escribió un sincero epitafio: “Aquí reposan los restos de un ser que poseyó la belleza sin la vanidad, la fuerza sin la insolencia, el valor sin la ferocidad y todas las virtudes de un hombre sin sus vicios”. Quedó inscripto en la tumba de su perro Botswain.
Groucho Marx dejó su impronta en una breve línea: “Disculpe que no me levante”. El actor Mel Blanc, quien le diera la voz al conejo Bugs Bunny, dejó unas palabras acordes: “Eso es todo, amigos”.
Y el gran Molière, si su obra no alcanzare para recordarlo sería suficiente este epitafio: “Aquí yace Molière el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”.
No olvidemos a Alejandro Magno: “Una tumba es suficiente para quien el Universo no bastara”.
Marcel Duchamp pintó una verdad general: “Por lo demás, los que mueren son siempre los demás”. Y el Marqués de Sade, en tono de disculpa, reservó estas palabras: “Si no viví más fue porque no me dio tiempo”.
Lo último: Todos reímos con él y nadie lo vio reír al gran Búster Keaton que, al pie de su tumba, dejó un bello saludo: “The End”.

Las últimas palabras

Jorge Aloy

¿Quién no recuerda las últimas palabras del sargento Cabral que tantas veces repitieron nuestras maestras? “Muero contento, hemos batido al enemigo”. Es muy difícil dar fe de ellas, pero no importa. Lo valedero es el mito, el acrecentamiento de la figura del héroe. Es más difícil intentar la búsqueda de la verdad. Ni lo intentaremos.
Franz Kafka dijo a su médico antes de morir: “Máteme, sino usted es asesino”. Peor destino tuvieron las últimas palabras de Albert Einstein. Nadie las sabe, se las dijo a una enfermera que no entendía el alemán. Walt Whitman, el poeta tan afamado fue lacónico, sólo dijo: “Mierda”.
Simón Bolívar después de tantas frustraciones en América Latina, murió en una hamaca diciendo: “He arado en el mar”. El revolucionario Pancho Villa agonizando después de caer víctima de un atentado le dijo a un periodista: “Escriba usted que he dicho algo”.
En Paris, 1793, María Antonieta fue guillotinada. En los preparativos pisó descuidadamente a su verdugo. Éste no tuvo más remedio que escuchar sus últimas palabras: “Disculpe usted”. Quizá más consustanciada con su suerte, Ana Bolena, ante su verdugo dijo: “No le dará ningún trabajo: tengo el cuello muy fino”.
El gran escritor Antón Chejov en el momento cúlmine fue breve como sus relatos, dijo: “Me muero”. En cambio, Honoré de Balzac, en el delirio de la agonía se quejó: “Ocho horas con fiebre, ¡me habría dado tiempo de escribir un libro!”. Lewis Carroll, el escritor que todos recordamos por Alicia en el país de las maravillas, le protestó a su enfermera: “Quíteme esa almohada. Ya no la necesito”.
El actor Humphrey Bogart hizo una autocrítica antes de morir: “Nunca debí cambiarme del whisky a los martinis”.
El mito que las últimas palabras crea se auto alimenta en el deseo general de que la muerte no sea tan sorpresiva u oprobiosa, o incluso en la posibilidad de tener un último momento de lucidez plena. Estoy seguro que llegada la ocasión, lo olvidaremos, pues estaremos abocados en morir, sin ánimos de defraudar a la muerte misma.
Lo último: Karl Marx, casi sin fuerzas, fue consultado por Friedrich Engels sobre si le quedaba algún mensaje para dar a la posteridad. Marx, indignado, le dijo: “¡Fuera, desaparece de mi vista! ¡Las últimas palabras son cosa de tontos que no han dicho lo suficiente mientras vivían!”.