viernes, 20 de marzo de 2009

El buscador de libros

Jorge Aloy

La búsqueda —dicen algunos— tiene como premisa final al encuentro. Sin embargo el buscador no siempre necesita palpar la culminación de un hecho. En ello se inscribe el buscador de libros, una especie en extinción, un animal que recorre las librerías de viejo en busca de algún alimento descatalogado.
Cuánta gente feliz observa uno en las grandes cadenas de libros cuando reciben de manos del vendedor el ejemplar solicitado. Nunca son heridas sus susceptibilidades con un “no, está agotado”. La explicación es ésta: el mercado está amoldado a las necesidades, impuestas o no, de los llamados consumidores. O, peor aún, el consumidor está adaptado al discurso unificador y estandarizado del mercado y no reniega por ello, lo acepta y lo ve como algo normal.
¿Para qué buscamos libros si las librerías están atestadas de papel impreso?
La respuesta debe ser, probablemente, que el mercado sólo ve el valor de cambio del libro. Por lo tanto, en las grandes cadenas abundan los best-seller y los ejemplares de autoayuda, apilados como ladrillos. Y en esa especulación comercial, la literatura va perdiendo terreno.
La industria editorial argentina, desde 1983 —año del retorno a la democracia— hasta la fecha, sufrió un cambio sustancial en cuanto a sus hábitos. Durante ese año, 1983, se publicaron 4.230 títulos. En 1993, una década después, esa cifra casi se duplicó, llegando a 8.215. Y en el año 2003 alcanzó a 14.375 títulos publicados. ¿Qué pasa entonces? ¿Se lee más o es una ilusión?
En la década de 1970 era normal que una edición conste de 5.000 ó 10.000 ejemplares, hoy tan sólo 500. Además se multiplicaron las ediciones pagas por el propio escritor, donde el único que gana dinero es el editor.
Philip Roth dice que en veinte años la lectura será un culto, un hobby minoritario. Y vaticina la muerte del lector. Entonces ser un buscador de libros tiene un significado que no se agota en el hecho en sí, sino que pretende revivir y respetar un pasado más saludable. Ser un buscador de libros tiene que ver con lo que alguna vez dijo Ghandi: “Nuestra recompensa se encuentra en el esfuerzo y no en el resultado. Un esfuerzo total es una victoria completa.” Y ahí está el significado: la búsqueda hace que un viejo título no muera, permanezca en la memoria.
Lo último: El hallazgo de un libro produce una emoción sin igual y ambigua. Viene de la mano de algo que muere, de una búsqueda que acaba. Y la única manera de superarlo es con otras exploraciones.

Apéndice VIII del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce

Optimismo, s. Doctrina o creencia de que todo es hermoso, inclusive lo que es feo; todo es bueno, especialmente lo malo; y todo está bien dentro de lo que está mal. Es sostenida con la mayor tenacidad por los más acostumbrados a una suerte adversa. La forma más aceptable de exponerla es con una mueca que simula una sonrisa. Siendo una fe ciega, no percibe la luz de la refutación. Enfermedad intelectual, no cede a ningún tratamiento, salvo la muerte. Es hereditaria, pero afortunadamente no es contagiosa.

Optimista, s. Partidario de la doctrina de que lo negro es blanco. En cierta oportunidad un pesimista pidió auxilio a Dios. Ah --dijo Dios--, tú quieres que yo te devuelva la esperanza, la alegría.
--No --replicó el pesimista--. Me bastaría si crearas algo que las justificara.
--El mundo ya está todo creado --repuso Dios--, pero te olvidas de algo: la mortalidad del optimista.

Oratoria, s. Conspiración entre el lenguaje y la acción para defraudar al entendimiento. Tiranía atenuada por la taquigrafía.

Ordenado, adj. Sujeto al orden, como un sedicioso colgado de un farol.

Paciencia, s. Forma menor de la desesperación, disfrazada de virtud.

Palacio, s. Residencia bella y costosa, particularmente la de un gran funcionario. La residencia de un alto dignatario de la Iglesia se llama palacio; la del fundador de su religión se llamaba pajar o pesebre. El progreso existe.

Panegírico, s. Elogio de una persona que tiene las ventajas del dinero o del poder; o que ha tenido la deferencia de morirse.

Pantalón, s. Prenda que cubre la parte inferior del adulto civilizado de sexo masculino. Es de forma tubular y no posee goznes en los puntos de flexión. Se supone que fue inventado por un humorista.

Pasaporte, s. Documento que se inflige traidoramente a un ciudadano que sale de su país, denunciándolo como extranjero y exponiéndolo al ultraje y la reprobación.

Paz, s. En política internacional, época de engaño entre dos épocas de lucha.

Peatón, s. Para un automóvil, parte movediza (y audible) del camino.

Pedigré, s. Parte conocida del camino que conduce de un antepasado arbóreo con una vejiga natatoria, a un descendiente urbano con un cigarrillo.

Perogrullada, s. Elemento fundamental y gloria insigne de la literatura popular. Un pensamiento que ronca en palabras que humean. Sabiduría de un millón de necios en boca de un tonto. Sentimiento fósil en roca artificial. Moraleja sin fábula. Todo lo que es mortal de una verdad fenecida. Pocillo de moralina y leche. Rabadilla de un pavo real desplumado. Medusa que se marchita al borde del mar del pensamiento.Cacareo que sobrevive al huevo. Epigrama desecado.

martes, 10 de marzo de 2009

Incipit VI (Cuentos)

Sexta arremetida del perro con sus huesos iniciales, en franca invitación a una picada literaria.
La pequeña que tenía el pupitre delante del mío en el 5º A se llamaba Millie Adams. No recuerdo mucho acerca de ella, porque yo tenía nueve años en ese entonces; ahora voy a cumplir doce. Lo que recuerdo con toda claridad son aquellas sus golosinas y que, de pronto, no la volvimos a ver. Mis compañeros y yo acostumbrábamos molestarla mucho; más adelante, cuando ya fue tarde, deseé que no lo hubiéramos hecho.
(Si muriera antes de despertar. William Irish)

Mucho después —no en el momento en que Fulvio Morel se había puesto intensamente pálido al mirar hacia arriba— comprendí que ciertas mutaciones del tiempo no son caprichosas.
(La tumba viva. Augusto Roa Bastos)

—Es un pedido que se sale de lo corriente —dijo el Dr. Wagner, procurando disimular su desconcierto—. Que yo sepa, es la primera vez que alguien encarga una Computadora Automática para un monasterio tibetano. No quisiera parecer curioso, pero nunca se me hubiese ocurrido que su… ejem… establecimiento podía utilizar una máquina semejante. ¿Podría explicarme lo que pretenden hacer con ella?
(Los nueve billones de nombres de Dios. Arthur C. Clarke)

Una mosca no muy grande se abrió paso por la nariz de Gagin, asistente del procurador. Quizá la inspiró la curiosidad, o quizá llegó hasta allí por atolondrada o a causa de un accidente en medio de la noche; sea como fuere, la nariz advirtió la presencia de un cuerpo extraño e hizo ademán de estornudar. Gagin estornudó, estornudó de manera impresionante, con tal descarga y tal ruido que la cama se sacudió y los resortes traquetearon.
(En la oscuridad. Antón Chéjov)

Nunca pude entender la conversación que tuve con una señora, hace muchos años. Yo tenía diecisiete años, y ella treinta. Fue en la víspera de navidad. Como me había citado con un amigo para encontrarnos en la misa de gallo, preferí no dormir, así que acordamos que yo iría a despertarlo a la medianoche.
(Misa de gallo. Joaquim Maria Machado de Assis)

A primeras horas del día la vieja rata de agua sacó la cabeza por el agujero del escondrijo. Sus ojos eran redondos y vivarachos, los bigotes grises y tupidos; la cola parecía un largo elástico negro.
Unos patitos amarillos nadaban en el estanque dando la impresión de una bandada de canarios. Su madre, toda blanca y con patas rojas, esforzábase en enseñarles a hundir la cabeza en el agua.
—Si no aprendéis a sumergir la cabeza —les decía—, jamás os será brindada la ocasión de codearos con la buena sociedad.
(El amigo fiel. Oscar Wilde)

No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me parecía que eras como un tren, o como los patines; un juguete, digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de trapo, al final, es parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines.
(Conejo. Abelardo castillo)

El microrrelato: Ese arte pigmeo. Por Pedro de Miguel

Pedro de Miguel (España 1956-2007). Escritor y crítico literario. Profundizó el cuento breve. Fue cofundador de la editorial Hierbaola, especializada en esta modalidad. Microcuento, minicuento, cuento minúsculo, cuento en miniatura, incluso cuentículo... Existen demasiadas denominaciones para dar cuerpo al cuento brevísimo, entre las que parece imponerse la de "microrrelato".
Un fenómeno en absoluto nuevo en la literatura, que sin embargo parece ponerse de moda en el último medio siglo, de la mano de insignes cultivadores de la ficción hispanoamericana como Borges, Cortázar, García Márquez, Arreola, Denevi y Monterroso. Porque, aunque el microrrelato no es ajeno a todas las literaturas contemporáneas -basta recordar la extraña belleza de los cuentos breves de Kafka o el impagable humor de los de Slawomir Mrozek-, parece haber irrumpido con mayor fuerza al otro lado del Atlántico, donde también se ha intentado dotarlo de base teórica y distinguirlo de especies afines. No faltan en nuestro país brillantes cultivadores del microrrelato, como Luis Mateo Díez, Max Aub o Antonio Pereira, y es raro el escritor que no haya perpretado uno alguna vez.
El microrrelato hunde sus raíces, como toda literatura, en la tradición oral, en forma de fábulas y apólogos, y va tomando cuerpo en la Edad Media a través de la literatura didáctica, que se sirve de leyendas, adivinanzas y parábolas. Algunos han visto el microrrelato como la versión en prosa del haiku oriental y otros lo han hecho derivar de la literatura lapidaria.
Pero es en la época moderna, al nacer el cuento como género literario, cuando el microrrelato se populariza en la literatura en español gracias a la concurrencia de dos fenómenos de distinta índole: la explosión de las vanguardias con su renovación expresiva y la proliferación de revistas que exigían textos breves ilustrados para llenar sus páginas culturales. Algunas de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna son verdaderos cuentos de apenas una línea, y también Rubén Darío y Vicente Huidobro publicaron minicuentos desde diversas estéticas. Junto a estos autores, la crítica señala también al mexicano Julio Torri y al argentino Leopoldo Lugones como decisivos precursores del actual microrrelato.
En la segunda mitad del siglo XX el microrrelato llega a su madurez. Ya no se trata de un ejercicio de estilo, de una pirueta de agudeza o de un retazo más o menos misterioso de prosa poética. El microrrelato se presenta como una auténtica propuesta literaria, como el género idóneo para definir, parodiar o volver del revés la rapidez de los nuevos tiempos y la estética posmoderna. Algo que tiene que ver con Italo Calvino y sus "Seis propuestas para el próximo milenio", con sus "hibridaciones multiculturales", como ha señalado Enrique Yepes, uno de los estudiosos de este arte pigmeo. El cuento brevísimo es la arena ideal donde se bate la moda de la destrucción de los géneros, hasta el punto de que resulte imposible -e inútil- tratar de definirlo, distinguirlo o envolverlo de legalidad.
Proliferan así estos "cuentos concentrados al máximo, bellos como teoremas" -según expresión del argentino David Lagmanovich- que, con su despojamiento, ponen a prueba "nuestras maneras rutinarias de leer". Para diferenciarlos de los aforismos, las frases lapidarias o los miniensayos, deben cumplir los principios básicos de la narratividad, aunque de una forma extravagantemente concentrada. Son, casi siempre, ejercicios de reescritura, o minúsculo laboratorio de experimentación del lenguaje, o ambiciosa pretensión de encerrar en unas líneas una visión trascendente del mundo. Pero queda una sospecha: ¿no habrá en todo esto un poco de pereza? Con su humor de siempre, Augusto Monterroso parece sembrar la duda cuando escribe: "Lo cierto es que el escritor de brevedades nada anhela más en el mundo que escribir interminablemente largos textos en que la imaginación no tenga que trabajar, en que hechos, cosas, animales y hombres se crucen, se busquen o se huyan, vivan, convivan, se amen o derramen libremente su sangre sin sujeción al punto y coma, al punto".

domingo, 1 de marzo de 2009

Bernardo Jobson y la espera más larga del mundo

Jorge Aloy

Abelardo Castillo en Ser escritor, dice: “No hay un solo escritor de nuestra generación —qué digo, no hay un solo escritor argentino— que haya tenido ni la mitad de su humor”. La alusión es para Bernardo Jobson (Santa Fe 1928, Buenos Aires 1986), autor del desopilante El fideo más largo del mundo, editado en la década del ’70 por el Centro Editor de América Latina. Inhallable durante más de tres décadas, hoy podemos conocer finalmente los cuentos de Jobson. Único libro que publicó y suficiente, si existiera la justicia literaria, para ocupar un lugar en el parnaso de la literatura mundial.
El humor parece tan ajeno a la literatura argentina que festejamos por partida doble la recuperación de estos textos. Quien lea "Te recuerdo como eras en el último otoño", definitivamente no encontrará explicación por qué pasamos tanto tiempo sin Jobson.
Los relatos se hallan diseminados por un Buenos Aires entrañable donde los burros, el tango, el trabajo de oficina, la vida en las pensiones, funcionan como un conjunto indisoluble en su obra y desembocan siempre en el mismo puerto, en la pregunta maldita: ¿cómo ganarse el mango en esta ciudad sofocante?
Él, como si fuera un personaje de sus cuentos, sucumbió ante el intento de ser un escritor profesional: “En nuestro país, de la literatura viven las editoriales, las imprentas, los talleres de fotocomposición, las distribuidoras, las librerías, los kiosqueros, la ley 11.723, el corrector de pruebas, lo cual involucra ya a tanta gente que hasta parece justo que el autor, no”.
Bernardo Jobson concibió cuentos con la maestría de los grandes, con columnas vertebrales argumentativas y despliegue técnico sutil. El humor fue un condimento natural en sus narraciones y lo opuso a la tragedia de la vida en los subsuelos de la sociedad. Una jocosidad sin complacencia, que sabía llegar al absurdo, como cuando dijo: “La cosa está tan confusa que ya no sé si soy uno de los nuestros”.

Suicidios de trabajo (Parte III). Por Ermanno Cavazzoni

Aquí está la tercera y última parte de los suicidios de trabajo, tomados del libro Vidas breves de idiotas, de Cavazzoni.

Un criador de abejas sabía que una picadura de abeja puede provocar un shock anafiláctico; y decía siempre a su mujer: “Yo me mato”, porque no encontraba satisfacción ni en su casa ni con su oficio. Cuando murió, inmediatamente después de una picadura de abeja, el 8 de septiembre, su mujer, interrogada, declaró que aquello había sido un suicidio. Pero el juez de instrucción archivó el caso porque eso era indemostrable.

Un poeta que escribía poesías sin sentido con la calculadora electrónica se suicidó con gas para dar a sus poesías un global sentido dramático. Pero en la denuncia hecha en la comisaría se constata que sólo había dejado el gas abierto por distracción.

Un plomero con un fuerte agotamiento nervioso se tiró en un canal con los tubos atados al cuello, con un peso promedio de veintidós kilos.

Un domador de sesenta y tres años, cansado de la vida del circo, entró una tarde en la jaula de los tigres disfrazado de mono. Los tigres no eran feroces, pero, al no reconocerlo, lo mataron. El caso fue registrado como suicidio.

Un sepulturero todavía joven pero enfermo se hizo enterrar en septiembre ocupando el lugar de un muerto, introduciéndose sin que nadie lo viera en un ataúd antes de que éste fuese cerrado. El muerto, en cambio, fue encontrado después de una semana en su casa, debajo de la cama.