miércoles, 15 de diciembre de 2010

Incipit XX (Cuentos)

Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un hombre hecho a sí mismo cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperamentalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.
(Tres rosas amarillas. Raymond Carver)

En marzo, el día 25, sucedió en San Petersburgo un hecho de lo más insólito. El barbero Iván Yákovlevich, domiciliado en la Avenida Voznesenski (su apellido no ha llegado hasta
nosotros y ni siquiera figura en el rótulo de la barbería, donde sólo aparece un caballero con la cara enjabonada y el aviso de «También se hacen sangrías»), el barbero Iván Yákovlevich se despertó bastante temprano y notó que olía a pan caliente. Al incorporarse un poco en el lecho vio que su esposa, señora muy respetable y gran amante del café, estaba sacando del horno unos panecillos recién cocidos.
-Hoy no tomaré café, Praskovia Osipovna -anunció Iván Yákovlevich-. Lo que sí me apetece es un panecillo caliente con cebolla.
(La verdad es que a Iván Yákovlevich le apetecían ambas cosas, pero sabía que era totalmente imposible pedir las dos a la vez, pues a Praskovia Osipovna no le gustaban nada tales caprichos.) «Que coma pan, el muy estúpido. Mejor para mí: así sobrará una taza de café», pensó la esposa. Y arrojó un panecillo sobre la mesa.
(La nariz. Nicolai Gogol)

Tan sólo el alba se movía en la quietud de aquel pequeño patio de la prisión española -un alba anunciadora de muerte- mientras aquel joven gubernamental se erguía frente a un piquete de Ejecución. Los preliminares habían terminado. El grupito de las autoridades se había situado a un lado para asistir a la ejecución y ahora la escena se cuajaba en un penoso silencio.
Desde el primero hasta el último, los rebeldes habían conservado la esperanza de que su Estado Mayor enviaría la orden para sobreseer la ejecución. Pues el condenado era adversario de su causa, pero había sido popular en España. Era un brillante escritor humorístico que había sabido
regocijar ampliamente a sus compatriotas.
(Ritmo. Charles Chaplin)

Tan pronto como hube terminado mis estudios, mis padres consideraron útil hacerme comparecer ante una mesa cubierta de paño verde y rematada por bustos de viejos señores que se preocuparon por saber si yo había aprendido suficientes lenguas muertas como para ser promovido al grado de bachiller. La prueba fue satisfactoria. En una cena a la que toda mi parentela fue invitada, celebraron mis éxitos, se inquietaron acerca de mi porvenir y resolvieron, por fin, que yo estudiaría derecho.
(Con el petate a cuestas. Joris-Karl Huysmans)

Conocí a un chico, fallecido el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se había hecho este razonamiento: «El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible». A partir de aquel día, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código de vida. Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno.
(Una víctima de la publicidad. Emile Zola)

miércoles, 1 de diciembre de 2010

¿Folletín televisivo?

Irene Farias

El folletín nació a mediados del siglo XIX con la aparición de una novela de Eugène Sue titulada Los misterios de París que se publicaba por entregas en un diario parisino. Su éxito fue muy grande
. Se había creado una estrategia de lectura cuyo rasgo principal era la brevedad de un argumento que generaba intrigas y sembraba un misterio que sería develado en la siguiente edición.
El género fue bastante discutido por los críticos literarios. Algunos lo consideraron menor debido a su estructura y a sus personajes y temáticas sensibleros. Otros, en cambio, le reconocieron la virtud de captar la atención de un lector que se identificaba con sus protagonistas.
De esta manera, la novela en “dosis” trajo grandes ventajas al mundo editorial: los diarios ganaron muchos adeptos puesto que los lectores de prensa se convirtieron en lectores de literatura y viceversa. A mayor cantidad de público, mayores dividendos logrados. De este modo, el género se convirtió en una herramienta para aumentar la venta de los periódicos y también para dar a conocer a nuevos escritores.
En nuestro país, en el medio televisivo, se está dando un fenómeno que comparte algunas características de las nombradas. Todas las noches, una gran masa de audiencia asiste a un espectáculo cuyos protagonistas generan situaciones de enredos, “dimes y diretes”, agresiones verbales, y dejan sin resolver cuestiones de enfrentamientos personales cuyo desenlace quizá suceda a la noche siguiente, en la próxima edición del programa. Al igual que la novela en entregas, si bien no deja instalada una intriga o crea una instancia de suspenso, sí, crea expectativas que invitan (o “enganchan”) al telespectador a volver a presenciar el espectáculo el que de manera cíclica volverá a repetir la misma fórmula-estímulo a un público que seguirá respondiendo de la misma manera, en actitud recurrente.
Así como el folletín generó atractivas ganancias a las editoriales de prensa en su época de surgimiento, este tipo de formato audiovisual también genera incalculables dividendos a las empresas que lo ponen al aire. El folletín promovió a escritores desconocidos; el actual formato permite sacar del anonimato a figuras de escasa o pobre trayectoria. El suspenso que generaba el primero circulaba en el “boca a boca” de los lectores, fomentaba su avidez por conseguir una siguiente edición, y su contenido ficcional se perpetuaba en la esfera de la literatura; el segundo, como estrategia para abarcar mayor audiencia, se difunde y circula en múltiples emisiones de muchos otros programas que lo repiten de manera especular. Pero no logra perpetuarse: su existencia es fugaz y efímera, sólo dura hasta la siguiente emisión y su único anclaje es el olvido.

lunes, 15 de noviembre de 2010

Lo irresuelto que vuelve

Daniel Goñi

Las relaciones entre literatura y política suelen tensarse en épocas que podríamos denominar como pico
o cumbre, para otorgarles un sesgo topográfico, en las que la conflictividad social y el devenir histórico calan hondo en el lenguaje de escritores e historiadores que algunas veces aceptan el desafío de saltar al vacío de lo lleno y otras optan por ceñirse al viejo principio de que “el verdadero compromiso del autor es para con su propia obra”.
Echadas estas cartas sobre la mesa y tratando de no entrar en nuestro análisis en una lógica binaria y reduccionista que podría resultar infértil y poco esclarecedora (y con los ecos de los hechos recientes que son de público conocimiento) es que nos permitimos hacer punto de inflexión en aquellos autores que plantearon sacar a la luz la problemática postergada e irresuelta de la grandes mayorías populares. Y por eso hacemos hincapié en la línea de pensamiento de algunos “malditos” de la literatura del peronismo proscripto de los 50 y los 60, como Juan José Hernández Arregui (*) que, vigente como observarán quienes se animen al desafío de sus páginas, pretende articularse con la actualidad del Movimiento Nacional a la luz del reciente fallecimiento del ex presidente Néstor Kirchner y su enorme trascendencia como emblema de un cambio político conceptual y cultural.
Suerte de minuciosa disección coloquial de la labor y del rol de los intelectuales argentinos a través de la historia política del país, Imperialismo y Cultura (1960) es susceptible hoy (y en la coyuntura política que se abrió y viene consoli
dándose desde 2003) de ser releído, cotejado, reformulado y discutido con la invalorable escena del inédito presente comunicacional y las voces de los protagonistas cotidianos en la vorágine mediática y editorial de este especial momento en el país y la región.
Compañero de ruta de Raúl Scalabrini Ortiz y con gruesos puntos de contacto y afinidad con Arturo Jauretche, lejos de las veleidades y los alardes a que son tan afectos algunos miembros del staff de la tilinguería mediática y literaria autóctona, Hernández Arregui deja planteada en esta obra, entre otras premisas, el grado de compromiso y arraigo de un escritor e historiador con el campo popular a la hora de la honestidad intelectual.
Pasan por aquí momentos como el golpe de Estado de 1930 (imperdibles los ecos de la prensa cómplice de entonces en las postrimerías del luctuoso suceso) y la autodenominada “revolución libertadora” de 1955, con el cúmulo de resonancias en el campo de las letras, sus amanuenses y perseguidos; los movimientos literarios de Florida y Boedo y la pusilánime perme
abilidad de muchos “próceres” del pensamiento, acomplejadamente arrodillados ante la mirada ubicua del Viejo Continente y los centros de poder.
Revisitar Imperialismo y Cultura puede funcionar en estos días como un interesante caleidoscopio por el que asomarse a la búsqueda del armado de nuevas miradas y lecturas de configuraciones de representaciones sociales saliendo a superficie y sus envergaduras como sujeto político. Casi como retomar un cordel tijereteado y difuso, perdido en la noche del desencuentro del campo popular, montado sobre un encadenado de represión y traiciones.
Imposible no traer a los inolvidables Rodolfo Walsh, John William Cooke y Rodolfo Puigrós como contemporáneos y continuadores de un entramado político imprescindible, que volvió a ser eje de la discusión en Argentina en el último lustro y medio, poniendo las cosas blanco sobre negro y provocando el sarpullido del escándalo en la susceptible piel del crispado medio pelo del país.

(*) Juan José Hernández Arregui (Pergamino, 29 de septiembre de 1913 - Mar del Plata, 22 de septiembre de 1974).

lunes, 1 de noviembre de 2010

La lectura y la música como aditivos o estímulos

Daniel Goñi
Dejo caer el manojo de llaves sobre la tabla y con él algo de mis vapuleados huesos devenidos alma, luego de cerrar la puerta y limpiar mis zapatos en el improvisado felpudo del pasillo y encender la luz. Y me fugo de la llovizna fría y también de la calle.
“Café de los Angelitos” lleva por título la página que dejé señalada en el reeditado “Manual de perdedores”, de Juancito Sasturain, al que le entro cada tanto, cuando el frío me puede y necesito cobijo, cuando el exterior se torna demencial y extremadamente agresivo como para bancarlo así, sin un aditivo. A él vuelvo, mientras pongo la pava al fuego y el vidrio de
la ventana de la cocina me devuelve mi imagen superpuesta de los malvones que la oscuridad del jardín dispara.
Y las palabras caminan cómodas sobre la textura del papel, con esa tibia blandura del pan horneado y la familiaridad que uno percibe en cada cabina de peaje libre y gratuita que Sasturain habilita en los recovecos de su narración. Y se siente el convite, el gesto bonachón de quien se compromete con el juego de hallar su manera y transitar el lenguaje por allí. Difícil no reconocerse en los escenarios que el gordo describe en un par de trazos y en la brevedad concisa de los diálogos, preñados de guiños, cargados de pistas, tiznados de porteñidad. O sea, universales. Es grato volver.
Como también regreso a “A love supreme”, de John Coltrane, que ya suena desde la habitación y me anuncia que puede venirse el mundo abajo esta noche pero que McCoy Tynner me espera sentado al piano, tirando grumitos de caramelo desde allí; que Elvin Jones desde los parches, escobillas en mano y un timming fulminante, y Jimmy Garrison empuñando el contrabajo prepararán la escena para que el bueno de John, con el saxo tenor como una extensión de su cuerpo y de su psiquis, me sople al oído que algunas de las cosas por las que vale la pena vivir están aquí y sólo hay que tomarlas.
Cuando escucho a Coltrane con esa formación de cuarteto, la que a mi más me gusta, creo que la mediocridad del mundo desaparece, o por lo menos se torna irrelevante. Y ahí vamos.
Las preguntas serían… ¿por qué leemos lo que leemos? ¿por qué escuchamos lo que escuchamos? ¿cómo elegimos?
Sasturain y Coltrane, narrativa y jazz, estímulos, aditivos que ingresan en uno para sentirse uno. ¿Hay una conexión? ¿cuánto de arbitrario y extremadamente subjetivo hay en estas expresiones de disciplinas distintas?
Juan Sasturain (Argentina , provincia de Buenos Aires, 1945) dueño de un vibrato literario sostenido y convencido:
-Sí, amigos… Es la voz y el sentir de Buenos Aires en la presencia estelar deee… ¡Alfredo Duggan y las Guitarras Argentinas!...
Y no aparecieron hasta bien avanzado el punteo introductorio de “Mano a mano”. Pero no entraron corriendo la cortina sino q
ue se levantaron de una mesa lateral con bastante ruido de sillas y subieron desmañadamente al escenario sin ocultar su perplejidad
.
¿Se entiende?
John Coltrane (EE.UU, Carolina del Norte., 1926 – Nueva York, 1967): desde fines de los 50 hasta su fallecimiento en 1967 no se detuvo en el camino experimental que lo llevó a ser un referente indiscutible del jazz, desde la composición hasta la interpretación, desde formaciones bien disímiles. Basta ponerle el oído a “Living space”, “Blue train”, “Ballads”, “Play the blues” o “My favorite things”.
Sasturain y Coltrane. Hoy pelé mis dotes de barman. Hemos sido recibidos. El Perro los reúne, noche de lluvia y divagueta mediantes.

viernes, 15 de octubre de 2010

Incipit XIX (Cuentos)

—En tiempos, yo era una belleza —dijo la anciana—. Los chicos de la vecindad siempre andaban rondando la casa de mis padres, a la espera de una palabra, de una sonrisa, de un beso, como si de alguna manera mi inmerecida belleza me otorgara un valor intrínseco que sobrepasaba con mucho las buenas notas escolares de Emma o la disposición de Betsy hacia la música. Siempre me pareció injusto. Mi valía se basaba en un accidente de nacimiento; la suya era producto del trabajo.
El monstruo no respondió.
(Piedad para los monstruos. Charles de Lint)

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
(El almohadón de plumas. Horacio Quiroga)

— ¡Oh, tú, desgraciada! ¡Oh, tu, zorra! ¡Oh, tú, víbora! —le dije a mi mujer a la mañana siguiente de nuestra boda—. ¡Oh, tú, bruja! ¡Oh, tú, espanto! ¡Tú, bocazas! ¡Apestas a iniquidad! ¡Oh, tú, quintaesencia de todo lo que es abominable! Tú... tú...
En ese momento la agarré por el cuello, me puse de puntillas, y acercando mi boca a su oído estaba a punto de dirigirle un nuevo epíteto oprobioso, que inevitablemente la hubiera convencido, de haberlo podido pronunciar, de su insignificancia, cuando con gran horror y asombro descubrí que yo había perdido la respiración.
(La pérdida del aliento. Edgar Allan Poe)

Peter Crocker, comisario del Condado de Barnstable, que era la totalidad del Cabo Cod, entró en el Salón de Suicidio Etico Federal de Hyannis una tarde de mayo... y les dijo a las dos Anfitrionas de seis pies de altura que allí estaban que no debían alarmarse, pero que se presumía que un notorio cabezahueca llamado Billy el Poeta se encaminaba hacia el Cabo.
Un cabezahueca era una persona que se rehusaba a tomar sus píldoras de control ético de la natalidad tres veces al día. La multa por eso eran 10.000 dólares y diez años en prisión.
(Bienvenida a la jaula de los monos. Kurt Vonnegut Jr.)

Nació enclenque, raquítico. Las vecinas, reunidas alrededor del lecho de la recién parida, sacudían la cabeza, observando ora a la madre, ora al hijo. La herradora, más entendida que las demás, púsose a consolar a la enferma.
-Aguarda -dijo-; voy a encenderte un cirio bendito. Estás apañada, comadre; lo que debes hacer es prepararte para el viaje al otro mundo y llamar a un cura para que te despache.
-Y al crío -dijo otra- es menester bautizarlo inmediatamente, pues ni tiempo va a dar a que llegue el señor cura. Todavía gracias a que no se nos muera moro.
(Yanco «el Músico». Henryk Sienkiewicz)

viernes, 1 de octubre de 2010

De comienzos y finales

Jorge Aloy

Tanto los inicios como los finales deben encontrar un verdadero lugar de estudio dentro de la literatura. En general, cualquier lector acepta la instancia de lectura de los comienzos, pero rechaza la lectura de finales. En cada comienzo una novela o un cuento nos interpela sobre ellos mismos: ¿Cómo sigo? ¿Cómo termino? Creo que es ahí cuando, si el principio es atrapante, podemos empezar a considerar que estamos ante una obra de arte. Sólo lo confirmaremos cuando prosigamos con la lectura. Pero… el final… ¿por qué existe la resistencia a conocer el final de una novela que no leímos?
Hay novelas que atestiguan que el final tiene más que ver con las primeras líneas que con la historia que narran. No creemos que sea muy buena una novela que espere hasta las últimas líneas para resolver su desarrollo. Muchas veces el final responde a una idea de circularidad que cierra con el inicio, y no con la anécdota que cuenta.
David Lodge dice: “¿Cuándo empieza una novela? La pregunta es casi tan difícil de contestar como la de cuándo un embrión humano se convierte en persona. Ciertamente la creación de una novela raramente empieza en el momento en que el autor traza con la pluma o teclea sus primeras palabras”.
La pregunta nuestra podría ser ¿cuándo termina una novela? La respuesta no es sencilla, porque exige una respuesta que generalice la situación.
En Matadero cinco, Kurt Vonnegut burla en el final del primer capítulo (que en realidad oficia de prólogo) estas convenciones. Dice, en referencia al inicio y al final de la novela: “(…) empieza así: Oíd: Billy Pilgrim ha volado fuera del tiempo… y termina así: ¿Pío-pío-pi?”. Y no miente el viejo zorro, empieza y termina como él
dice. Y nadie murió por ello.
James Joyce comienza el Finnegans Wake como si algo faltara: “Río que discurre, más allá de Adam and Eve, desde el recodo de la orilla a la ensenada de la bahía, nos trae por un comodius vicus de circunvalación de vuelta al castillo de Howth y Environs”. Pero lo sorprendente está en el final: “un camino solo al fin amado alumbra a lo largo del” y aquí necesitamos volver al principio porque la novela se hace circular.
En Rayuela de Cortázar tenemos un ejemplo de desestimación de los inicios y los finales: nada importa, la elección del orden de la historia está a cargo del lector. En Corre Conejo de John Updike nos encontramos con Harry que comienza corriendo y nadie se sorprende con que finalice también corriendo, especialmente porque nadie pretende que lo deje de hacer.
Podríamos ir más lejos aún: toda novela o cuento donde el protagonista es un condenado a muerte, se puede afirmar que siempre será ejecutado. ¿Conocer el final, acaso, le quita interés a la obra? Podríamos nombrar a los relatos “El puen
te sobre el río del Buho” de Ambrose Bierce, “El sueño” de O. Henry, “La esperanza” de Villiers de L’Isle Adam, o la novela El vagabundo de las estrellas de Jack London.
Creer que porque conozcamos el inicio y el fin de un texto, éste haya perdido sentido es equivalente a subestimar el placer que proporciona el juego lingüístico que atraviesa una obra en toda su integridad.
Lo último: Existen muchos ejemplos paradigmáticos que dejamos de lado. Sólo planteamos una inquietud: la búsqueda del inicio y del final de Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino. Comienzo y final que aquí, sin querer, casi queda dicho.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Incipit XVIII (Cuentos)

Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
(Una rosa para Emilia. William Faulkner)

A principios de primavera la joven vestida de gris volvió, como de costumbre, al quieto rincón del pequeño y silencioso parque. Se sentó sobre un banco y comenzó a leer un libro, porque faltaba media hora para lo que ella sabía.
Repitámoslo: vestía de gris. Y tan sencillo que así lograba ocultar su impecabilidad de estilo y corte. Un amplio velo semiocultaba su sombrero en forma de turbante, y su rostro, que irradiaba una serena y no buscada belleza. Había ido allí los dos días anteriores, y había una persona que no lo ignoraba.
(Mientras el auto espera. O. Henry)

Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande. Su centro -donde todo el mundo se movía apurado entre casas muy altas- quedaba cerca de un río.
Yo era acomodador de un teatro; pero fuera de allí lo mismo corría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y encontrara conexiones inesperadas. Además, me daba placer imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad.
(El acomodador. Felisberto Hernández)

La primera vez que morí se me abrieron los ojos. Literalmente.
Recibí una llamada de un investigador de la Duke. Me dijo que había visto mis cuadros en las revistas de la National Geographic y del Smithsonian y quería contratarme como ilustrador para una expedición que estaba planeando.
Le expliqué que era ciego y que estaba así desde hacía dieciocho meses.

Dijo que lo sabía; y que me querían por eso.
(Necronautas. Terry Bisson)

Mi estimado y apreciado colega:
Quien le dirige esta carta es una persona a la que usted cree muerta y
sepultada desde hace mucho tiempo. Yo, Herr Professor Doktor Krempe, su colega
de tantos años, no estoy tan muerto como puede usted haber creído. No se
impaciente. No tire esta carta por considerarla el producto de una mente
desequilibrada. Léala hasta el final y medite seriamente lo que en ella se dice.
(Mal, sé mi bien. Philip José Farmer)

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Hacia la boda, de John Berger

Jorge Aloy

Título: Hacia la boda
Título original: To the Wedding

Autor: John Berger

Alfaguara (2003)
228 Páginas

Traductor: no hay datos


“Me gusta citar versos antiguos cuando se presenta la ocasión. Recuerdo casi todo lo que oigo; y me paso el día escuchando. Pero a veces no sé qué hacer con ello. Cuando sucede así, recurro a palabras o frases que suenan ciertas”. Con este comienzo se presenta Hacia la boda (1995) de John Berger (Londres. 1926). Ésta es una de las voces narrativas de la novela, a cargo de un ciego. Luego el juego verbal se irá expandiendo naturalmente con el ritmo de la historia: dos viajes paralelos hacia un mismo lugar de llegada. El padre, desde Francia en moto; la madre, desde Eslovaquia en micro; van hacia el estuario del río Po, donde convergerán en la boda de Ninon, la hija de ambos.
La anécdota se sitúa en la década del ’90, y los viajeros se van a cruzar con las diversas problemáticas de Europa, ya que situar una historia en el último fin de siglo es penetrar en dolorosas divisiones y destrucciones de nacionalidades. El mundo cambiante y agonizante, además, es atacado por enfermedades invisibles que destruyen todo lo que encuentran a su paso. La supervivencia se da únicamente en las relaciones humanas. Los personajes son seres dispersos en el mundo y representan en algún caso papeles genéricos que producen un planteamiento sobre la identidad de los individuos.
En Hacia la boda no sólo se destaca el juego de narradores cambiantes, también hay pequeñas historias dentro de la historia: “Hace quinientos años [dice una voz a lo lejos] tres sabios discutían ante Nushiran el Justo acerca de cuál es la ola más encrespada en este profundo mar de penas que es la vida. (…). Un sabio dijo que la enfermedad y el dolor (…). Otro dijo que la vejez y la pobreza. El tercer sabio insistió en que era ver pasar la vida sin trabajo. Al final, los tres convinieron en que esta última era probablemente la peor. Ver pasar la vida y no tener trabajo
”.
Efectivamente, el objetivo del viaje es una boda que se narra detalladamente: “La boda todavía no se ha celebrado. Pero el futuro de una historia, como bien lo sabía Sófocles, está siempre presente. La boda no ha comenzado. Se la voy a contar. Todos duermen aún”. John Berger sabe perfectamente que para sobrevivir en tiempos agonizantes se necesita de un conjuro, y en esta novela el conjuro es el baile. Todos bailan hasta que el silencio los inunda. Y en el derrumbe de tantas cuestiones finiseculares el amor se deja asomar como un único valor humano superviviente. En una palabra, el amor es lo único que pervive a cualquier cambio generalizado. Pero Berger habla del amor concreto, sin símbolos ni alegorías.
Es una pena que Alfaguara no mencione quién es el traductor, ya que es un trabajo loable: muchos pasajes son de una fina poesía. John Berger, gran narrador y pintor, nos deja la posibilidad de enfrentar una novela donde se cruzan males actuales con valores eternos.

domingo, 15 de agosto de 2010

De autómatas, magos y ajedrecistas

Jorge Aloy

En la novela August Eschenburg de Steven Millhauser aparece mencionado un tal Robert Houdin. Es un secreto que se puede revelar: Robert Houdin (1805-1871) era un relojero francés. Alguna vez por equivocación, en una biblioteca, le entregaron dos libros de magia cuando había solicitado algunos de relojería. Enojado, antes de ir a cambiarlos, decidió hojearlos. Quedó atrapado de tal modo que emprendió un profundo estudio de la magia. Su dedicación cambió la historia del ilusionismo, ya que combinó sus conocimientos de relojería con los de magia, y consiguió crear algunos autómatas maravillosos. Uno de ellos, por ejemplo, preparaba una torta a pedido del público. Su originalidad logró que internacionalmente se lo reconozca como “El padre de la magia moderna”. Aún hoy se conservan los autómatas que fabricó. A uno de ellos, precisamente, nombra Millhauser en la novela.
Dos últimos detalles: todos conocemos al gran Houidini, el escapista, pero quizá no a Houdin. A pesar de ello, Houidini tomó su apellido en homenaje a Houidin, agregándole una “i”. Robert Houidin tenía un teatro que llevaba su nombre y que en 1888 compró el mago y cineasta Goerge Meliés (1861-1938). En esta sala, en 1896, comenzó a proyectar sus primeros Films. Meliés, gracias a sus conocimientos de ilusionismo, fue el gran creador de los trucos del cine. Los mismos trucos que hasta el día de hoy se siguen usando. Es notable que tanto Robert Houdin como Goerge Meliés utilizaron la combinación de dos saberes para perfeccionar uno de ellos.
Un hecho paradojal producen los autómatas: el cambio de actitud que adoptamos ante ellos. Durante el siglo XIX y gran parte del XX se sospechaba que ningún autómata podía jugar al ajedrez sin la colaboración de un hombre. Apoyados en este criterio las máquinas causaban asombro. En el siglo XXI cuando un jugador de ajedrez se destaca sobre sus iguales surge la sospecha de que está apoyado por un transmisor conectado a una computadora. Hubo casos comprobados fehacientemente. El gran inconveniente es que existen equipos muy pequeños que se pueden esconder en una oreja.
Lo último: Finalmente, creando la duda, es el hombre quien se encuentra en el centro de la cuestión. Y desde el centro, el hombre oscila entre el entretenimiento y el engaño
.

domingo, 1 de agosto de 2010

La despedida de los autómatas

Jorge Aloy


Autor: Steven Millhauser


Título: August Eschenburg


Interzona Editora
Año: 2005
Páginas: 97
Traducción: Marcelo Cohen


August Eschenburg es una novela que retoma la tradición de los autómatas en la literatura, tradición fortalecida en las primeras décadas del siglo XIX por E.T.A. Hoffmann. Teniendo en cuenta esta práctica de las letras en el romanticismo, Steven Millhauser propone una nueva significación: sitúa la historia a fines del siglo XIX, en Alemania, planteando un conflicto de carácter filosófico forzado por los tiempos que corren.
August, el hijo de un relojero de provincia, en su infancia quedará deslumbrado por un show de magia que celebra un pequeño muñeco mecánico. Ese momento determinará la pasión que marcará su destino: la construcción de autómatas. El camino hacia la perfección como creador y el modo en que August se desenvuelva en el interior de una sociedad fluctuante determinará la columna vertebral de la historia.
El antecedente de los autómatas en la literatura (sea de Hoffmann o Poe) marcaba la idea de una repetición, de una copia del hombre, y generaba una confusión entre los límites de lo real y lo aparente. Steven Millhauser propone cierta ambivalencia entre la construcción del autómata y su posterior utilización. Es decir, contrapone por un lado la pasión del mecanismo (igualándolo a la precisión de una pieza de relojería) y, por otro, el uso comercial de la creación (que va desde aquello que puede ser considerado arte hasta espectáculos groseros destinados a ciertas masas demandantes). Ya no se trata de sustituir lo humano por un mecanismo que es animado por algo mágico y desconocido. Lo que sucede es que Steven Millhauser contrapone dos mundos: uno que muere y otro que nace. El héroe romántico ya no tiene lugar y el Capitalismo lo debe absorber, y junto a él debe absorber a sus máquinas. En August Eschenburg presenciamos esa
confrontación, donde la repetición y la masificación del arte se imponen como una receta irrevocable del capitalismo. Los autómatas de August no son adivinos ni juegan maravillosamente al ajedrez, son artistas que deslumbran a los espectadores. Pero en la confrontación que surge en aquel fin de siglo también se verá involucrada la inevitable desaparición del espectador romántico. A August “(…) no le gustaba escuchar que estaba retrasado respecto a su época, ni a tono con su época. Sentía que su trabajo nada tenía que ver con esas cuestiones (…)”. Los autómatas estaban ingresando a un mundo ajeno, al mundo del movimiento, al mundo del cine. ¿Cómo se deben adaptar? O mejor aún ¿es necesario que se adapten a algo? Ahí está el punto central de reflexión en la novela.
Cuando ya nada se esperaba de la temática de los autómatas nos encontramos, felizmente, con August Eschenburg que le da una vuelta de tuerca necesaria, clausurando probablemente un ciclo. Steven Millhauser (EE.UU. 1943) considerado un autor de culto, en general evita los reportajes porque le exigen que hable de sí mismo. Prefiere ocupar su tiempo produciendo (no olvidemos, por ejemplo, que la película El ilusionista -2006- está basada en un cuento de su autoría). Lo mejor es que Millhauser siga produciendo, y que las editoriales retomen su publicación en nuestro idioma.

jueves, 15 de julio de 2010

Incipit XVII (Cuentos)


Sin duda se recordará este reciente y lamentable asunto: al ser practicada la autopsia, se halló la caja craneana de un agente de policía vacía de todo rastro de cerebro y rellena, en cambio, de diarios viejos. La opinión pública se conmovió y asombró por lo que fue calificado de macabra mistificación. Estamos también dolorosamente conmovidos, pero de ninguna manera asombrados.
(El Cerebro de un Agente de Policía. Alfred Jarry)

Lo molesto ocurre al comienzo. Los familiares alborotan todo en el preciso momento que uno ansía y alcanza la tranquilidad. Felizmente en ese mismo instante nos separa de la vida un velo de apretada trama y un cristal más duro que el acero. Desde el otro lado contemplamos las últimas imágenes de, la vida, que se desvanecen como sombras y humo. Un fogonazo gris se traga a los que lloran y rezan. Ya estoy muerto y mi última imagen del mundo de los vivos es la de ese joven desconocido que vi asomado en la puerta de mi dormitorio. Simplemente un intruso que miró con ansiedad y conmiseración al moribundo. Ese gesto se instala en mí, se identifica conmigo. Comprendo que ese desconocido que me observa detrás de toda mi familia soy yo mismo.
(Sin mañana. Bernardo Kordon)


Mi excelente reloj anduvo como un reloj por espacio de un año y medio. No adelantaba ni atrasaba; no se detenía. Su máquina era el arquetipo de la exactitud. Llegué a juzgar que mi reloj era infalible en sus juicios acerca del tiempo. Se adueñó de mí la convicción de que la estructura anatómica de mi reloj era imperecedera. Pero no sospeché que algún día -o más bien, una noche- lo iba a dejar caer. El accidente me afligió y lo consideré un presagio de males mayores.
(Mi reloj. Mark Twain)

Víctor oyó la puerta del ascensor, los rápidos pasos de su madre en el pasillo y cerró el libro de un golpe. Lo escondió debajo del almohadón del sofá y maldijo por lo bajo cuando oyó que el libro se resbalaba entre el sofá y la pared y caía al piso con un ruido sordo. La llave ya giraba en la cerradura.
(La tortuga. Patricia Highsmith)

Tal vez haya fatigado al lector con mis relatos de cacería. Que se tranquilice ahora; he señalado el término de estas páginas. Solamente le pido autorización para añadir algunas observaciones cinegéticas.
(El bosque y la estepa. Iván Turgueniev)

jueves, 1 de julio de 2010

Hoy, para los pibes

Bob
El esqueleto

Cuento de Cecilia Blanco

Dibujos de Roberto Cubillas

La literatura fantástica posee una característica que escapa a cualquier estudio: encierra misterios que nos atrapan naturalmente. Esos misterios ingresan un día en nuestras vidas sin que sepamos cómo. En esa tónica se ubica Bob el esqueleto, donde personajes, acciones y climas fantásticos son presentados en un mundo para pibes de 3 a 6 años.
Cecilia Blanco tiene una trayectoria con más de 20 años trabajando con el exigente público de pibes, desde su producción en el recordado programa Chic-chac que presentaba Julia Bowland por radio Belgrano en 1987, o su conducción en En la vereda por la entrañable FM Ciudades en 1989. Docente y especialista en la materia, tiene más de una docena de libros editados. Como si no alcanzara, Cecilia Blanco es la editora general de la revista La valijita. Durante este mes, en los kioscos, podemos encontrar con la revista a Bob el esqueleto. Es una puerta que se abre para ingresar al mundo fantástico.

martes, 15 de junio de 2010

Incipit XVI (Cuentos)


Quienquiera que fuese el que golpeaba la puerta, no se cansaba de hacerlo.
La señora Ttt abrió la puerta de par en par.
-¿Y bien?
-¡Habla usted inglés! -El hombre, de pie en el umbral, estaba asombrado.
-Hablo lo que hablo -dijo ella.
-¡Un inglés admirable!
El hombre vestía uniforme. Había otros tres con él, excitados, muy sonrientes y muy sucios.
-¿Qué desean?-preguntó la señora Ttt.
(Los hombres de la Tierra. Ray Bradbury)


Un hombre cansado, sin trabajo, desnutrido y con hambre —años de mala suerte tras de sí—, caminando por una calle de las afueras de su pueblo, luego de tropezar con un ladrillo cayó de bruces. Delante de sus ojos vio diez millones de pesos. Estaban sobre la tierra, depositados en el cruce de las imaginarias diagonales que podrían trazarse entre cuatro terrones que los rodeaban. Un billete nuevo, de banco, pero muy arrugado y maltratado. Como si en ese primer lapso de su vida por el mundo, fuera del vientre materno de la Casa de la Moneda o quizá de la bóveda del Tesoro Nacional, hubiese circulado entre varias manos.
Se apresuró a guardarlo, previo asegurarse de que nadie lo vigilaba.
(Fábula del pobre y la bolsa. Alberto Laiseca)

Bueno, a
quí estamos, y si lanzas una ojeada a la estancia, advertirás que el ferrocarril subterráneo y los tranvías y los autobuses, y no pocos automóviles privados, e, incluso me atrevería a decir, landos con caballos bayos, han estado trabajando para esta reunión, trazando líneas de un extremo de Londres al otro. Sin embargo, comienzo a albergar dudas...
(El cuarteto de cuerdas. Virginia Woolf)

En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa... La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.
(Pobres gentes. León Tolstoi).

Delineaba pensativamente la sombra circular y temblorosa del tintero. En una lejana habitación un reloj dio la hora mientras yo, soñador que soy, imaginaba que alguien llamaba a la puerta, suavemente al principio, luego más y más fuerte. Llamó doce veces y se detuvo, expectante.
-Sí, aquí estoy, pase...
(El Duende de la Madera. Vladimir Nabokov)

martes, 1 de junio de 2010

Descatalogados (VI)

Jorge Aloy

El estadio de Wimbledon
Daniele Del Giudice
Ed. Anagrama (año 1986)
Traducción: I. Martínez de Pisón
138 Páginas


El narrador (¿protagonista?) de El estadio de Wimbledon desea resolver un interrogante y para ello pone en el centro de la escena a Roberto “Boby” Bazlen, aquel mítico editor italiano que introdujo en su país a Freud, Musil, Jung y Kafka. Centrará la cuestión en la incógnita de porqué Bazlen renunció a escribir, cuando todos de él esperaban grandes obras literarias. En la búsqueda de la solución, el narrador (¿protagonista?) viaja a Trieste y a Londres para entrevistarse con amigos sobrevivientes al legendario Bazlen. Durante las conversaciones la resolución del enigma se irá transformando en el pretexto de la historia, para que vire unívoca e inevitable hacia un camino paradojal. ¿Es ese realmente el enigma que interesa? ¿Se puede desear la escritura que nunca existió?
Creer que Bobi Bazlen, el mismo que leyó todo en todos los idiomas (como se decía de él), podría haber engendrado una obra maravillosa sólo por carácter transitivo, es casi semejante a creer en el ideario romántico que sostenía que la literatura emanaba de seres superiores. La historia de la literatura no resulta tan lineal, y hoy sabemos que existen libros repletos de cargas emotivas escritos por seres decepcionantes. Pero lo justo es que Bazlen puede mantenerse al margen de estas opciones.
La novela de Del Giudice habla del deseo, del amor, de la soledad, del tiempo. Pero también de aquella conducta singular de los individuos que podríamos resumir como “Todo lo que hagamos por los demás lo hacemos por nosotros mismos”. En definitiva, escribir, diremos, puede ser un modo de incidir en la vida de las demás personas, pero nunca se sabe hasta donde pueden involucrarse cada una de las partes (escritor-lector).
Sí, Bazlen incidió en las demás personas y nunca se podrá saber si no escribió porque le apasionaba inferir en los otros o porque temía decepcionar a quienes lo querían. Inclusive podríamos pensar en otras posibilidades que, indefectiblemente, surgirán a medida que avanza la búsqueda en la novela.
En Del Giudice las descripciones tienen una marca particular, cada detalle es importante para penetrar en la historia, pero la historia en sí va al encuentro de conjeturas que el narrador despliega poco a poco. Por último, todo termina de la única manera que puede terminar cuando alguien cree que la verdad es sólo una.
Daniele Del Giudice sorprendió a Italo Calvino con esta novela, su primera novela, en la década del ’80. Su título, hasta que no ingresemos en la historia, nos resultará llamativo.
Aún más llamativo es que este autor italiano sea tan difícil hallarlo en los estantes de las librerías.

sábado, 15 de mayo de 2010

Incipit XV (Cuentos)

Nada teme el hombre más que ser tocado por lo desconocido. Deseamos ver qué intenta apresarnos; queremos identificarlo o, al menos, poder clasificarlo. En todas partes, el hombre elude el contacto con lo extraño. De noche o en la oscuridad, el terror ante un contacto inesperado puede llegar a convertirse en pánico. Ni siquiera la ropa ofrece suficiente seguridad: tan fácil es desgarrarla, tan fácil penetrar hasta la carne desnuda, tersa e indefensa del agredido.
(Inversión del temor a ser tocado. Elías Canetti)

Me vistieron y me dieron dinero. Yo sabía para qué iba a servir el dinero, iba a servir para ponerme de patitas en la calle. Cuando lo hubiera gastado debería procurarme más, si quería continuar. Lo mismo los zapatos, cuando estuvieran usados debería ocuparme de que los arreglaran, o continuar descalzo, si quería continuar. Lo mismo la chaqueta y el pantalón, no necesitaban decírmelo, salvo que yo podría continuar en mangas de camisa, si quería. Las prendas—zapatos, calcetines, pantalón, camisa, chaqueta y sombrero—no eran nuevas, pero el muerto debía ser poco más o menos de mi talla.
(El final. Samuel Beckett)

No exagero si afirmo que voy a narrar una de las aventuras más extraordinarias que pueden haberle acontecido a un ser humano, y ese ser humano soy yo, Juan Jefries. Y también voy a contar por qué motivo desenterré un cadáver del cementerio de Tánger y por qué maté a Nassin el Egipcio, conocido de mucha gente por sus aficiones a la magia.
(Historia del señor Jefries y Nassin el Egipcio. Roberto Arlt)

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno.
(El cerdito. Juan Carlos Onetti)

Fiodor Iurasov, el ladrón tres veces condenado por robo, se dirigía a visitar a su antigua amante, una prostituta que vivía a unas ochenta verstas de Moscú. Mientras esperaba la salida del tren, entró en la cantina de primera y se atracó de pasteles y vino, que le sirvió un camarero de frac. Luego, cuando todos los pasajeros subieron a los vagones, se confundió con ellos y, disimuladamente, aprovechándose del general barullo, le quitó el portamonedas a un señor de edad que era su vecino.
(Ladrón. Leónidas Andréiev)

sábado, 1 de mayo de 2010

Pepe, el libertador. Por Daniel Moyano (*)

Al escribir sobre José de San Martín no puedo pensar en el prócer, ni en el general erguido sobre su caballo y la cordillera nevada. Más accesible es Pepe, aquel que en su juventud fue feliz en Cádiz o el que en vejez repetía en un viejo bar con vista al sur a través del océano sus anhelos de volver a Mendoza para instalarse en una chacrita. Y se lo decía a su amigo y protector Alejandro Aguado en el idioma de los andaluces. Prefiero a este Pepe que recuerda inolvidables olores y que, al mismo tiempo, lleva en su presencia permanentemente el momento en que fusilaron a Manuel Dorrego.

Cuando me llaman de Buenos Aires, pidiéndome que escriba sobre San Martín, pienso en una extraña entrevista salteando las barreras del tiempo y de la muerte. ¿Por qué no? Después de todo no hace tantos años que cambió de sitio. Fue en 1850, o sea casi ayer, de modo que tiene que andar rondando por ahí, en esos ambiguos territorios descubiertos por Juan Rulfo, donde los muertos, casi sin saber que lo están, siguen actuando como si estuvieran vivos. Y aunque lo hizo en Boulogne Sur Mer, es casi seguro que a escapadas de la eternidad, pasará los fines de semana en España, que fue su segunda patria, por poco casi la primera si se tiene en cuenta que salió de Yapeyú con cinco o seis añitos y que el primer recuerdo nítido de su infancia acaso sea el de una comuna española como le pasó a Fernández Moreno (el viejo). Y me digo: si es cierto que en sus ratos libres gustaba frecuentar España, entonces clavadito que podré rastrearlo en Cádiz, donde fue joven, hermoso y feliz, donde sus amigos andaluces lo llamaban cariñosamente Pepe.
Su amigo protector, el español Alejandro Aguado, que alivió la pobreza y la vejez del Libertador, aquí en España es más reconocido como el Marqués de la Marisma del Guadalquivir, y tiene descendientes directos en Madrid. Telefoneo pidiendo datos concretos y me dicen que en los archivos familiares hay referencia a cierta tasca en Cádiz que solían frecuentar juntos.
Llego a Caiz, como le llaman a Cádiz los gaditanos, y como seguramente la llamaba nuestro primer exilado, llego a esa ciudad que ya tiene tres mil años de existencia, miro el mar que él miraba (al final de la mirada está la Argentina, tapada por la bruma y la distancia), piso las piedras de la calle que él pisó y claro la emoción es muy fuerte sobre todo si se tiene en cuenta que él, en su testamento, dice que no quiere ningún homenaje, que lleven su cuerpo directamente al cementerio sin ningún acompañamiento, pero a la vez desea que su corazón sea trasladado a Buenos Aires.
No encuentro la tasca o el bar; los datos que me han dado en Madrid no son precisos, y aquí, tomes la dirección que tomes, siempre vas a dar con el mar que limita con la Argentina, es decir, con Mendoza, adonde él soñaba volver, para cultivar una chacrita y leer tranquilo en su lengua original el Tristan Shandy de Lawrence Sterne, uno de sus libros más amado.
Seguramente a él le sigue gustando mirar para allá, me digo, y entonces lo mejor será buscar una tasca desde donde se pueda mirar el mar para el lado del Sur. Y no termino de pensarlo cuando me doy con ella, un rinconcito cerca de la avenida Acodaca, que allá en un fondo de humo y de eternidad me dirijo a dos sospechosos donde pueden estar escondidos él y su amigo el Marqués. Uno es más bien rubio, el otro moreno pero de rostro pálido. Acodados sobre el estaño, ante dos vasos de fino y pescaditos fritos, ríen y beben alegremente, hablan en andaluz normal, pero de vez en cuando se les escapan unos galicismos significativos. Esto me da una pista ya que el marqués y su amigo Pepe vivían frente a frente en ambas orillas del sena, muy cerca de París, según refiere Carlitos Mamonde, su más reciente biógrafo.
No sé qué digo por ahí pidiendo algo de beber, y en cuanto oyen mi acento me invitan a su rincón, anochece y llega claramente el ruido del mar mezclando las voces en un solo ritmo. El mismo mar donde él flotó seis meses, tres de ida y tres de vuelta desde Londres hasta el Río de la Plata, a los cincuenta y siete años y atravesado por el reuma y la tristeza en un intento de regreso definitivo. Pero claro, en esos tiempos estaban asesinando a Dorrego y entonces no se animó a bajar del barco. Solamente dos personas —les digo— subieron a las embarcaciones fondeadas frente a Buenos Aires: el coronel Olazábal y el mayor Alvarez Condarco, que hicieron un regalo.
Habló dirigiéndome especialmente al de rostro pálido y ojos grandes muy negros. Me miran, beben en silencio, no sé si me han entendido o no, ni siquiera si me han escuchado; parecen distraídos por el ruido del mar.
El de ojos negros se queda como muy pensativo o melancólico cuando oye mencionar a Alvarez Condarco. El rubio alega no sé qué pretexto y se retira. Entonces aprovecho que quedamos solos para seguir nombrando cosas íntimas. Menciono la cordillera, la última vez que la cruzó desde Chile ya camino del exilio en mula y con sombrero de paja peruano acompañado por unos arrieros. Me oye con la misma indiferencia. Pero su silencio ahora no me parece negativo.
Le pregunto si no tiene noticias de ese Alvarez Condarco. Sonríe. “Me suena”, dice con una voz que parece esconderse en el ruido del mar próximo.
—El regalo que le hicieron a mi amigo —le digo, mirándolo a los ojos, en cuyo fondo veo que acaba el parroquiano circunstancial y empieza una hondura interminable— era una cesta llena de duraznos, con un aroma de esos que no pueden olvidarse nunca.
Se lo digo con intención de provocarlo, teniendo en cuenta que el olor es terriblemente evocativo cuando se está lejos. Entonces leo que en los ojos se le desata una tensión muy fuerte al parroquiano, el brillo que separa el afuera del adentro misterioso se vuelve más tenso como tratando de impedir cualquier transparencia reveladora. Y todo eso parece envolverse y cerrarse para siempre cuando con la más corriente de las voces llama al camarero y le pide otra ronda. Pero al mismo tiempo me dedica unos segundos infinitos de mirada cómplice que atraviesan mi existencia, que colocan la breve historia de mi país sobre el estaño donde bebemos; todo se hace presente, como si ahora mismo estuviesen fusilando a Dorrego.
Sintiendo que no puedo más, no sé qué incongruencia le digo desde mi susto acaso alcohólico pero también desde la especie de tumulto que siento en el corazón. Para disimularlo, le pregunto por su nombre.
—Pepe —me dice con toda la naturalidad del mundo.
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(*) Durante el caluroso enero de Buenos Aires, El perro recibió desde el invierno español esta nota "casi inédita" del extrañadísimo escritor argentino Daniel Moyano. Quien la conservó fue la historiadora gaditana Ángeles Prieto y se la envió por correo electrónico a Carlos Mamonde. Y Carlos la compartió con El perro elocuente. Le escribió "te mando un curioso y desconocido texto de Daniel (se publicó un solo día hace 3 décadas en un diario de Andalucía)". Lo insólito es que este texto no figura siquiera en la bibliografía de Daniel Moyano. Inmediatamente Carlos Mamonde nos gestionó el permiso con Ricardo Moyano (hijo de Daniel Moyano) y en 24 horas nos dio su autorización, desde Estambul, Turquía. Dijo agradecer la difusión de la obra del padre y agregó "Mando si hace falta una autorizacion firmada ad hoc a quien sea. Adelante".
El facsimil que reproducimos es de la publicación del diario gaditano hace tres décadas. El perro elocuente mueve la cola por ingresar en el ciberespacio un texto desconocido de Daniel Moyano, en este mes del bicentenario.

jueves, 15 de abril de 2010

Íncipit y Éxplicit

Fernando Terreno

En la siguiente nota el amigo Fernando desarrolla una posibilidad muy oportuna: enfrenta inicios y finales de algunas obras. En el caso de Don Segundo Sombra, aclara que se lo sugirió Leo Carballo.
1
Éxplicit
La silueta reducida de mi padrino apareció en la lomada. Pensé que era muy pronto. Sin embargo, era él, lo sentía porque a pesar de la distancia no estaba lejos. Mi vista se ceñía enérgicamente sobre aquel pequeño movimiento en la pampa somnoliente. Ya iba a llegar a lo alto del camino y desaparecer. Se fue reduciendo como si lo cortaran de abajo en repetidos tajos. Sobre el punto negro del chambergo, mis ojos se aferraron con afán de hacer perdurar aquel rezago. Inútil, algo nublaba mi vista, tal vez el esfuerzo, y una luz llena de pequeñas vibraciones se extendió sobre la llanura. No sé que extraña sugestión me proponía la presencia ilimitada de un alma.
"Sombra", me repetí. Después pensé casi violentamente en mi padre adoptivo. ¿Rezar? ¿Dejar sencillamente fluir mi tristeza? No sé cuántas cosas se amontonaron en mi soledad. Pero eran cosas que un hombre jamás se confiesa.
Centrando mi voluntad en la ejecución de los pequeños hechos, di vuelta a mi caballo y, lentamente, me fui para las casas.
Me fui, como quien se desangra.
Ricardo Güiraldes, Don Segundo Sombra.

2
Íncipit

Donde el zahorí lector oirá hablar de cierta celebérrima moneda.

Por la misma esquina de la plaza de Yanahuanca por donde, andando los tiempos, emergería la Guardia de Asalto para fundar el segundo cementerio de Chinche, un húmedo setiembre, el atardecer exhaló un traje negro. El traje, de seis botones, lucía un chaleco surcado por la leontina de oro de un Longines auténtico. Como todos los atardeceres de los últimos treinta años, el traje descendió a la plaza para iniciar los sesenta minutos de su imperturbable paseo.
Hacia las siete de ese friolento crepúsculo, el traje negro se detuvo, consultó el Longines y enfiló hacia un caserón de tres pisos. Mientras el pie izquierdo se demoraba en el aire y el derecho oprimía el segundo de los tres escalones que unen la plaza al sardinel, una moneda de bronce se deslizó del bolsillo izquierdo del pantalón, rodó tintineando y se detuvo en la primera grada. Don Herón de los Ríos, el Alcalde, que hacía rato esperaba lanzar respetuosamente un sombrerazo, gritó: “¡Don Paco, se le ha caído un sol!”
El traje negro no se volvió.

Éxplicit

La víspera de la fiesta de Santa Rosa, patrona de la Policía, descubridora de misterios, casi a la misma hora, en que un año antes, la extraviara, los ojos de ratón del doctor Montenegro sorprendieron una moneda. El traje negro se detuvo delante del celebérrimo escalón. Un murmullo escalofrió la plaza. El traje negro recogió el sol y se alejó. Contento de su buena suerte, esa noche reveló en el club: “¡Señores, me he encontrado un sol en la plaza!”
La provincia suspiró.
Manuel Scorza, Redoble por Rancas, Capítulo I, 1977, Monte Ávila Ediciones.

3
Íncipit

Belinda, trepada en la veleta, miraba distraída los techos de Hualacato, ese pueblo perdido entre la cordillera, el mar y las desgracias. Se distraía mirando cómo la luna cambiaba de color en los pedazos de botellas rotas que los Aballay habían puesto sobre las nuevas hiladas de ladrillos agregados a las tapias para evitar sorpresas.

Éxplicit

El tiempo tiene que poder ir y volver como los pájaros. Hay que hacer una puertita que no parezca puerta, por ahí entrará y saldrá el tiempo y las cosas que se ocultan. Y en una de esas capaz que entrampemos a esos dioses del monte que nos quedan, que se esconden miedosos todavía, que andan por ahí demorándose en el barro o en la nieve.
Daniel Moyano, El vuelo del Tigre, 1980, Editorial Legasa, Madrid, Buenos Aires.

4
Íncipit

Partí a explorar el reino de mi padre, pero día a día me alejo más de la ciudad y las noticias que me llegan se hacen cada vez más escasas.

Éxplicit

Mañana por la mañana una esperanza nueva me arrastrará todavía más adelante, hacia esas montañas inexploradas que las sombras de la noche están ocultando. Una vez más levantaré el campamento mientras por la parte opuesta Domingo desaparece en el horizonte llevando a la ciudad remotísima mi inútil mensaje.
Dino Buzzati, "Los siete mensajeros".

jueves, 1 de abril de 2010

Ironía y erotismo en ropa de cuero

Jorge Aloy


Vestida de cuero
1990
Título original: Something Leather
Autor: Alasdair Gray
Traducción: Marcelo Cohen
Anagrama (1993)


Alasdair Gray (Escocia, 1934) en sus novelas pinta situaciones donde nos encontramos obligados a recomponer un escenario como si estuviéramos reconstruyendo una imagen al mirar una pintura: observamos aquí y allá y mezclamos un mundo sincrónico hasta obtener una representación del conjunto. Esta es la idea que queda flotando en Vestida de cuero (1990). June es una hermosa mujer divorciada, sin problemas económicos y amante del buen vestir. Un deseo extraño la seducirá un día, en el momento en que nada de su vestuario habitual la satisfaga. Ese día, forzada por las circunstancias, encarga en una tienda un vestido de cuero. ¿Cómo puede alterar la vida una simple prenda de vestir que, en apariencia, sólo podría modificar a alguien en su aspecto? Aquí es donde Alasdair Gray pone en funcionamiento su máquina narrativa. Alrededor de una simple ropa de cuero están las confeccionistas que se involucrarán en la vida de June. Pero Alasdair Gray no convoca a las personajes in medias res, sino que nos las presentará una a una, contándonos de cada cual su prehistoria para que lleguemos, si quisiéramos, a un entendimiento de su psicología. La problemática, el talento y las frustraciones están caracterizados por mujeres, habitantes de un mundo desolado y ríspido.
El procedimiento constructivo está sustentado en el cruce de varias vidas que son narradas como cuentos autónomos. En un momento dado, la autonomía se pierde y las historias confluyen en un solo punto. La heroína, finalmente, tras su periplo condicionado por la pluralidad del discurso, renacerá a imagen y semejanza de los héroes clásicos.
Alasdair Gray, considerado por la crítica un escritor posmoder
no, maneja distintas voces (que pueden pasar, incluso, de la tercera a la primera persona), dejando la marca de la fragmentación de los tiempos que corren. Tampoco olvida su compromiso por la autonomía de Escocia, pues la novela transcurre en Glasgow y hay momentos en que sus reivindicaciones socialistas se cruzan en la historia.
Vestida de cuero es una novela con un implacable juego lingüístico, cargada de erotismo, humor e ironía desbordantes. Alasdair Gray sabe combinar los detalles de un mundo particular y femenino para transformarlo en un texto de características sólidas e inesperadas.

miércoles, 24 de marzo de 2010

24 de marzo 1976-2010

Carlos Mamonde (*) Todavía recuerdo el frío de aquel día lluvioso, cuando me secuestraron. Hoy hace 34 años. Teniendo en cuenta que ese día supe, por primera vez, lo que es la incertidumbre de no saber si vas a estar vivo al día siguiente; creo que esta fecha de hoy es un día de alegría, de regocijo, de triunfo sobre el mal.
Una maldad concretamente, entonces, representada por Videla, Menéndez y sus milicos.Hoy están presos. La certidumbre de una Justicia, siempre insuficiente claro, cobra entonces fuerza. Y el esfuerzo de la gente democrática de Argentina es un ejemplo para el mundo de hoy.
Eso hace que no sea una nación fracasada, aunque tenga tantas dificultades prácticas.
Agradezco a esa República porque ha sabido darse esa dura pero luminosa Memoria Histórica y a sus jueces democráticos, empezando por Julio César Strassera. Agradezco el amor de mi Familia y de mis Amigos (en Argentina y en España), siempre; que me han sostenido en cada instante de esta vida sin sentido (sólo tiene el Sentido de la humana existencia de ellos mismos).
Les pido a todos un minuto de reflexión para honrar la memoria de aquellos amigos que ya murieron, algunos con la esperanza de una libertad que no llegaron a ver. Recordemos a los amigos leales, procuremos disimular la traición de quienes nos fallaron.
Como es una buena costumbre no ser ingrato, agradezco también el esfuerzo de algunos gobernantes...desde Raúl Alfonsín, hasta Kirchner; por cooperar -desde su estricto campo político- para que los jueces pudieran hacer su tarea.
Agradezco a la Cruz Roja y otros gobernantes de otros países que entonces -y a lo largo de los años de la dictadura- no hicieron oídos sordos a la voz de las víctimas. Agradezco a las Madres y Abuelas de La Plaza de Mayo, por su coraje absoluto; impropio de los hombres. (Debo agradecer también a Amnesty International, aunque su sección argentina -durante la dictadura- fuera ineficiente por la actitud de sus dirigentes, entre ellos F. de La Rúa. Entiendo, por supuesto, que el miedo es libre...).
Agradezco a muchos intelectuales españoles que se preocuparon por mi suerte y peticionaron por mi vida y libertad.

Para completar mi gratitud, doy gracias a todos los dioses de los creyentes y de los agnósticos y de los ateos (no crean que hay contradicción en ésto). Doy gracias a algunos sacerdotes católicos -como Enrique Angelelli- por el valor insondable e incomprensible de su extraordinaria fe; así como execro de aquellos religiosos que colaboraron con los matarifes de la dictadura, por ejemplo el cura Fco. Pelanda López.
Doy gracias a los numerosos amigos judíos que conocí en la celda de la dictadura...ellos también supieron preservar su fe y su humanismo, con un esfuerzo sobrehumano. Yo soy testigo.
Mi solidaridad con todas las víctimas.
Mi tributo a ellas es mi alegría de este día.


(*) Carlos Mamonde, habitual colaborador del Perro elocuente (argentino, 1950), reside en España. Primero secuestrado, luego exiliado, nos deja un apunte, unas líneas de agradecimientos.
En Argentina, el 24 de marzo se conmemora El día de la Memoria. Si recordamos, estaremos atentos. Por favor.