viernes, 15 de octubre de 2010

Incipit XIX (Cuentos)

—En tiempos, yo era una belleza —dijo la anciana—. Los chicos de la vecindad siempre andaban rondando la casa de mis padres, a la espera de una palabra, de una sonrisa, de un beso, como si de alguna manera mi inmerecida belleza me otorgara un valor intrínseco que sobrepasaba con mucho las buenas notas escolares de Emma o la disposición de Betsy hacia la música. Siempre me pareció injusto. Mi valía se basaba en un accidente de nacimiento; la suya era producto del trabajo.
El monstruo no respondió.
(Piedad para los monstruos. Charles de Lint)

Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido heló sus soñadas niñerías de novia. Lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo a conocer.
(El almohadón de plumas. Horacio Quiroga)

— ¡Oh, tú, desgraciada! ¡Oh, tu, zorra! ¡Oh, tú, víbora! —le dije a mi mujer a la mañana siguiente de nuestra boda—. ¡Oh, tú, bruja! ¡Oh, tú, espanto! ¡Tú, bocazas! ¡Apestas a iniquidad! ¡Oh, tú, quintaesencia de todo lo que es abominable! Tú... tú...
En ese momento la agarré por el cuello, me puse de puntillas, y acercando mi boca a su oído estaba a punto de dirigirle un nuevo epíteto oprobioso, que inevitablemente la hubiera convencido, de haberlo podido pronunciar, de su insignificancia, cuando con gran horror y asombro descubrí que yo había perdido la respiración.
(La pérdida del aliento. Edgar Allan Poe)

Peter Crocker, comisario del Condado de Barnstable, que era la totalidad del Cabo Cod, entró en el Salón de Suicidio Etico Federal de Hyannis una tarde de mayo... y les dijo a las dos Anfitrionas de seis pies de altura que allí estaban que no debían alarmarse, pero que se presumía que un notorio cabezahueca llamado Billy el Poeta se encaminaba hacia el Cabo.
Un cabezahueca era una persona que se rehusaba a tomar sus píldoras de control ético de la natalidad tres veces al día. La multa por eso eran 10.000 dólares y diez años en prisión.
(Bienvenida a la jaula de los monos. Kurt Vonnegut Jr.)

Nació enclenque, raquítico. Las vecinas, reunidas alrededor del lecho de la recién parida, sacudían la cabeza, observando ora a la madre, ora al hijo. La herradora, más entendida que las demás, púsose a consolar a la enferma.
-Aguarda -dijo-; voy a encenderte un cirio bendito. Estás apañada, comadre; lo que debes hacer es prepararte para el viaje al otro mundo y llamar a un cura para que te despache.
-Y al crío -dijo otra- es menester bautizarlo inmediatamente, pues ni tiempo va a dar a que llegue el señor cura. Todavía gracias a que no se nos muera moro.
(Yanco «el Músico». Henryk Sienkiewicz)

2 comentarios:

  1. De nuevo por El Perro, disfrutando de su olfato. Esta vez es casi imposible elegir un hueso. Todos son muy apetecibles.
    Pero antes, con tiempo, me dedicaré a saborear la anterior entrada.

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  2. Anónimo10:35

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