jueves, 14 de julio de 2011

Incipit XXV (Cuentos)

El hombre se parece en muchas cosas a la mosca: a veces molesta, a veces le gusta la nata, a veces se para donde no debe y a veces lo cazan.
Pero en otras cosas, no se parece. Por ejemplo: la mosca en invierno queda como azonzada, porque la velocidad de sus reacciones orgánicas está condicionada por la temperatura exterior. Quiere decir que la mosca tiene en su cuerpo el calor. A eso se le llama termogénesis.
(El hombre, la mosca y el sobretodo. Wimpi)

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios, pero sí la quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida.) Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada, añadiré que no hay una cerradura?
(La casa de Asterión. Jorge Luis Borges)

–Ya le he dicho que no me toque la mesa –exclamó Nikolai Evrafych–. Cada vez que me la arregla usted no puedo encontrar nada. ¿Dónde está el telegrama? ¿Dónde lo ha echado usted? Haga el favor de buscarlo. Lo mandan desde Kazan y lleva fecha de ayer.
La doncella, pálida, muy flaca, de rostro impasible, encontró unos telegramas en la papelera debajo de la mesa y sin decir palabra se los entregó al doctor. Pero eran telegramas locales, de enfermos. Luego buscaron en la sala y en la habitación de Olga Dmitrievna.
Era ya la una de la madrugada. Nikolai Evrafych sabía que su mujer no volvería pronto a casa, en todo caso no antes de las cinco. No tenía confianza en ella. Cuando tardaba en regresar, él no dormía, se desesperaba y sentía desprecio por su mujer, por la cama de ella, el espejo, la bombonera y los lirios y jacintos que alguien le enviaba todos los días y que daban a la casa el olor empalagoso de una tienda de florista.
(La esposa. Antón Chejov)

Después que volví del islote y discutí el caso en sus distintos aspectos, empecé a preguntarme si aquel hombre no me habría tomado por tonto. Pero, en lo más profundo de mi conciencia, creo que no. Sin embargo, no puedo resistirme a la influencia de las risas que ha despertado mi relato. Aquí, en tierra firme, todo parece improbable, grotesco, estúpido. Pero en el islote la confesión de ese hombre resultaba absolutamente convincente. El escenario es todo, y quizá yo deba agradecer que las circunstancias que actualmente me rodean sean tan favorables a la normalidad. Nadie aprecia más que yo el misterio de la vida; pero cuando ese misterio implica dudar de uno mismo, me resulta más agradable olvidarlo. Naturalmente, no quiero creer en esa historia.
(El misántropo. John Davys Beresford)

Estaba leyendo en el quiosco chino cuando un campanilleo tan leve que habría podido creerse un engaño del viento me hizo dejar a un lado el libro y aguardar una confirmación. Y en efecto, luego se oyó un segundo llamado, aún más incierto y menos diverso de los ruidos del campo. Salí del pabellón echando pestes contra el intruso, algún vagabundo que acudía a mendigar pan antes del viernes, día en que se lo distribuye a los pobres, cuando vi una chiquilla de ocho a diez años que en puntas de pie trataba de alcanzar el cordón para llamar por tercera vez. Había dejado, junto a ella, una maletita como las que yo solía preparar de niño, para mis viajes imaginarios, pero envuelta en una funda que a mí no se me habría ocurrido y que daba visos de autenticidad a ese vagabundeo precoz.
(Alrededores de la ausencia. Noel Devaulx)

viernes, 1 de julio de 2011

Un profesor iniciático

El profesor del deseo
1977
Título original: The Professor of Desire
Autor: Philip Roth

253 Páginas
Traductor: Ramón Buenaventura
Editorial Sudamericana (Literatura Mondadori), 2007

En una entrevista del año 2005, Philip Roth dijo: “Hablar de ‘la muerte de la novela’ es un lugar común de cuarta y, además, es mentira. Los que están muriendo en los Estados Unidos son los lectores (…). Calculemos que cada año se mueren unos 72 buenos lectores y son reemplazados por dos, y no había más de 25 mil buenos lectores en total para empezar. Esto no es un chiste. Gente joven que lea seriamente ficción, y que luego piense, casi no existe. A muchos les encantaría, lo sé, pero no tienen tiempo. La mayor parte es seducida por la pantalla más que por la hoja impresa, o tienen otras cosas que hacer que les divierten más. En unos años, los buenos lectores van a ser tan pocos que van a ser como un culto, las 150 personas en los Estados Unidos que leen Anna Karenina, por ejemplo”.
Como un conjuro a sus vaticinios, por suerte, Philip Roth sigue escribiendo novelas y deja (tiene la posibilidad de hacerlo) en manos de la editorial el asunto de la venta del libro. Si bien El profesor del deseo es de 1977, desde el 2006 Roth viene publicando una novela por año.
Philip Roth, por esta vez, deja de lado las peripecias de Nathan Zuckerman, el proverbial protagonista de sus novelas (disculpen ustedes que no diga alter ego, pero tengo mis reticencias por esa denominación). En El profesor del deseo nos muestra la vida de David Kepesh: hijo de un hotelero de montaña, admirador del hombre orquesta empleado del hotel, estudiante universitario primero, profesor de un seminario sobre Kafka después… Éstas son tan sólo las marcas que van a acompañar en la vida a David en el proceso que va desde su infancia hasta la madurez de la juventud.
Diálogos corrosivos, ménage á trois, recurrencias hacia Antón Chejov y la búsqueda de rastros perdidos en la vida de Kafka forman una unidad ineludible que da paso a las sucesivas transformaciones de David, complejizando de este modo la figura típica del héroe de las novelas de educación. David no encuentra un crecimiento lineal sino que vive en una amplia red de sucesos que, por momentos, lo superan. El trasfondo psicológico que Roth imprime a sus personajes desnuda las falencias cotidianas con que podemos encontrarnos cada día, y produce, además, un acercamiento más humano en las decisiones que deben tomar. En una palabra, David Kepesh es un personaje absolutamente humanizado, con las mismas dudas y certezas que cualquiera.
Philip Roth en El profesor del deseo nos habla de amor, de sexo, de soledad, de literatura, y confluye en la única causa posible: la vida, señero lugar donde risas y llantos conforman la felicidad. El profesor del deseo es una novela que no permite la pausa, o por la carcajada o por la reflexión.
Larga vida a la novela. Salud a los nuevos lectores.