jueves, 15 de octubre de 2009

Incipit XII (Cuentos)

He hecho unas pocas cosas y ganado un poco de dinero. Quizás incluso haya tenido tiempo para empezar a pensar que soy mejor de lo que podrían sugerir los beneficios que recibo, pero cuando estimo el alcance de mi pequeña carrera (un hábito apresurado, pues de ninguna manera ha terminado) sitúo mi verdadero punto de partida en la noche en que George Corvick, sin aliento y afligido, vino a pedirme un favor. El había hecho más cosas que yo, y ganado más dinero, aunque había oportunidades para la inteligencia que, según mi opinión, a veces desaprovechaba.
(La figura en el tapiz. Henry James)

Los mercaderes procedentes de Europa estaban sentados en el puente, de cara a la mar azul, en la sombra color índigo de las velas remendadas de retazos grises. El sol cambiaba constantemente de lugar entre los cordajes y, con el balanceo del barco, parecía estar saltando como una pelota que rebotara por encima de una red de mallas muy abiertas. El navío tenía que virar continuamente para evitar los escollos; el piloto, atento a la maniobra, se acariciaba el mentón azulado.
(Cuento azul. Marguerite Yourcenar)

De lo que era yo entonces no queda nada: apenas hombre, era aún un crío. Lo sabía hacía tiempo, pero todo ocurrió a finales del invierno, una tarde y una mañana. Vivíamos juntos, casi escondidos, en una habitación que daba a una avenida. Silvia me dijo esa noche que tenía que irme, o irse ella: ya no teníamos nada que hacer juntos. Le supliqué que dejara que probásemos de nuevo; estaba acostado a su lado y la abrazaba. Ella me dijo:
-¿Con qué finalidad? -Hablábamos en voz baja, a oscuras.
(Años. Cesare Pavese)


-Es preciso estar loca para salir al campo a estas horas con un calor insufrible. De dos meses a esta parte, se te ocurren ideas muy extrañas. A la fuerza me haces venir a la orilla del mar, cuando en cuarenta y cinco años que llevamos de matrimonio jamás tuviste semejante fantasía. Sin pedirme parecer, eliges como residencia de verano esta población triste, Fècamp, y te invade un deseo furioso de hacer ejercicio (¡eso tú, que nunca dabas dos pasos!), al extremo de querer salir al campo a estas horas en el día más caluroso del año. Dile a nuestro amigo Apreval que te acompañe, puesto que se presta amablemente a todos tus caprichos. Yo, por mi parte, me quedo a dormir la siesta.
(Abandonado. Guy de Maupassant)

Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar. El espejo inquietaba el fondo de un corredor en una quinta de la calle Gaona, en Ramos Mejía; la enciclopedia falazmente se llama The Anglo-American Cyclopaedía (New York, 1917) y es una reimpresión literal, pero también morosa, de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El hecho se produjo hará unos cinco años. Bioy Casares había cenado conmigo esa noche y nos demoró una vasta polémica sobre la ejecución de una novela en primera persona, cuyo narrador omitiera o desfigurara los hechos e incurriera en diversas contradicciones, que permitieran a unos pocos lectores -a muy pocos lectores- la adivinación de una realidad atroz o banal. Desde el fondo remoto del corredor, el espejo nos acechaba. Descubrimos (en la alta noche ese descubrimiento es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso.
(Tlön, Uqbar, Orbis Tertius. Jorge Luis Borges)

Apéndice XIV del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce

Saquear, v.t. Tomar la propiedad de otro sin observar las reticencias decentes y acostumbradas del robo. Efectuar un cambio de propiedad con la cándida concomitancia de una banda militar. Apoderarse de los bienes de A y B, mientras C lamenta la oportunidad perdida.

Sarcófago, s. Entre los griegos, ataúd, que, estando hecho de cierta clase de piedra carnívora, tenía la singular propiedad de devorar el cadáver colocado en su interior. El sarcófago conocido por los modernos exequiógrafos es, generalmente, un producto del arte del carpintero.

Satanás, s. Uno de los lamentables errores del Creador. Habiendo recibido la categoría de arcángel, Satanás se volvió muy desagradable y fue finalmente expulsado del Paraíso. A mitad de camino en su caída, se detuvo, reflexionó un instante y volvió.
--Quiero pedir un favor --dijo.
--¿Cuál?
--Tengo entendido que el hombre está por ser creado. Necesitará leyes.
--¡Qué dices miserable! Tú, su enemigo señalado, destinado a odiar su alma desde el alba de la eternidad, ¿tú pretendes hacer sus leyes?
--Perdón; lo único que pido, es que las haga él mismo.
Y así se ordenó.

Sátira, s. Especie de composición literaria en que los vicios y locuras de los enemigos del autor son expuestos sin demasiada ternura. En los Estados Unidos, la sátira ha tenido siempre una existencia enfermiza e incierta, porque su esencia es el ingenio del que estamos penosamente desprovistos; el humor que tomamos por sátira es, como todo humor, tolerante y simpático. Además, aunque los norteamericanos han sido dotados por su Creador de abundantes vicios y locuras, suelen ignorar que se trata de cualidades reprochables. De ahí que el autor satírico sea considerado un villano amargado y que los gritos de cualquiera de sus víctimas, pidiendo defensores, obtengan el apoyo nacional.

Senado, s. Cuerpo de ancianos que cumple altas funciones y fechorías.

Sepulcro, s. Lugar en que se coloca a los muertos hasta que llegue el estudiante de medicina.

Slang, s. Jerga norteamericana. Gruñido del cerdo humano (Pignoramus intolerabilis). Lenguaje del que pronuncia con la lengua lo que piensa con el oído y siente el orgullo de un creador al realizar la proeza de un loro.

Sobre, s. Ataúd de un documento; vaina de una factura; cáscara de un giro; camisón de una carta de amor.

Sofisma, s. Método de discusión de un adversario, que se distingue del nuestro por una hipocresía y necedad claramente superiores. Lo usaron los últimos sofistas, secta griega de filósofos que comenzaron por enseñar la sabiduría, la prudencia, la ciencia, el arte, y en suma todo lo que deben saber los hombres, pero se extraviaron en un laberinto de retruécanos y en una bruma de palabras.

jueves, 1 de octubre de 2009

Descatalogados (III)

Jorge Aloy


Título original: The Doctor is Sick (Publicada en 1960)


Editorial Sudamericana. 1975


Traducción: Floreal Mazía

283 Páginas



A la edad de 42 años a Anthony Burgess le diagnosticaron un tumor cerebral. La inminencia de la muerte, muy lejos de aplacarlo, le aportó un incentivo descomunal a su producción literaria.
Burgess se propuso escribir y publicar industrialmente. Necesitaba dejarle el dinero por los derechos de autor a su mujer, Lynne, para que pudiera vivir.
La producción urgente de estos tiempos (1959/60) fue abundante, pero la muerte no cumplió con su palabra. Por suerte. El diagnóstico médico había sido erróneo, no había ningún tumor. Pero a la inercia de escribir no hubo modo de detenerla. En 1962 publica La naranja mecánica, y una década después ya es un autor reconocido en todo el mundo.
De la cantidad profusa que Anthony Burgess nos dejó, El doctor está enfermo es la novela más desopilante. Un hecho insólito sucede detrás de otro. Edwin, el protagonista y (como suele decir el que piensa en las autobiografías) alter ego de Burgess, es un doctor…en filología que cae enfermo. Aparentemente sufre una enfermedad cerebral y su mujer lo interna en una clínica. Sheila, así es el nombre de ella, desaparece pero no deja nunca de enviar, en su representación, algunos amigos muy extraños a visitarlo.
Edwin se opone a una operación de cerebro que planean realizarle y opta por escapar de la clínica. Decide ponerse en busca de Sheila. Aquí entra en juego el verdadero leit-motiv de la historia, si es que lo tiene. Edwin debe enfrentarse, sin dinero, a Londres, una ciudad inhóspita atestada de seres marginales. Como buen filólogo, el héroe sabe leer los signos que se le presentan en esta circunstancia nueva. Se vincula con gente de oficios dudosos y termina siendo uno de ellos.
El recorrido de Edwin es digno de una tragedia. Incluso, entre situaciones disparatadas, la catarsis se produce de modo inevitable. El héroe se transforma y se sitúa en las antípodas de la aplicada vida burguesa.
Burgess, en definitiva, transforma la risa en una mueca. Y hoy nos obliga a revisar las mesas de libros usados en busca de esta burla a la muerte.