sábado, 15 de enero de 2011

Ley Tuñón

Daniel Goñi

Decir abril del 77 es para mí hacer memoria y recalar en el bar “El Parque”, de Caseros y Rioja, en Parque Patricios.
Allí, ginebras y charlas altisonantes con el mozo de por medio, esperaba yo por mi desencontrado amor otoñal, disperso y esquivo entre infinidad de horarios cruzados, geografía distante y recurrentes lecturas de Raúl González Tuñón (*) mechadas con apuntes de Derecho Penal, Finanzas y Derecho Tributario.
Es que era un tiempo muerto. De esperas. De una mujer, de la demorada baja de la colimba, de la llegada de la adultez.
Que otra vez usted por aquí, que tarda y no viene eh…, que una ginebra por favor con hielo, que usted siempre con libros. Caseros y Rioja, barrio sur, asfalto salpicado de gasoil, aroma de pizzería, billar y murmullo de gente.
Argentina le había ganado un amistoso a Hungría en La Bombonera unas semanas atrás y debutado con la celeste y blanca un pibe de Fiorito, de 16 años, que venía de Argentinos Juniors. El tiempo develaría después que, también por esos días, los milicos habían secuestrado en una emboscada a Rodolfo Walsh en San Juan y Entre Ríos, luego de que éste les escupiese la verdad a la cara por medio de la consabida carta.
“Juancito caminador” y “La luna con gatillo” son de lo que más llevo asociado de Tuñón, no ya tanto con ese tiempo sino con esa esquina, con ese barrio, esas mesas y aquellas cuadras adoquinadas en las que se recortaba, a veces, la figura grácil de Raquel cuando salía del laburo y venía a trasluz a mi encuentro, por fin.
Esa pregnancia entre las palabras y los lugares es lo que me mueve a intentar esta reflexión. Y también la probable conexión entre determinados recintos de la ciudad y los otros, los internos, ese paisaje inasible que, arbitrario y desfigurado, nos toma por asalto a veces en nombre de lo que no sabemos.
Y yo ante aquella mesa ajada y grasienta, junto al ventanal del bar. Sobre Caseros, de cara a la estatua de Monteagudo quien, testigo silencioso, desde enfrente, con el brazo en alto, señorial y displicente, parecía, con la perspectiva de hoy, regalarme un contundente fuck you burlón, casi en un paso de baile. Por entonces, un corte de manga.
Raquel trabajaba en el lavadero Apolo, sobre Brasil, a unas cinco cuadras por Rioja. Estaba terminando 5° año en una nocturna y los encuentros devenían cada vez más difíciles.
Yo salía de la facultad, tomaba el 118 en Las Heras y Pueyrredón y, ya en el barrio, dejaba avisado en la casa de su tía, detrás de la sede de Huracán, sobre la calle Rondeau, que la esperaba en el bar. Y así. Era el trato.
Como era el trato con el lugar, con esas fugaces semanas de ansiedad, frío y espera, saludado por la poesía de González Tuñón, pie y leño amigo en ese tiempo anodino y sórdido, en que drenaban en mí las últimas gotas de entusiasmo por una carrera que me aburría, en un ambiente de claustros desolados y perdido en una nevisca paranoide y lavada.
Yo había accedido a Tuñón en el 73, de la mano de mi profesora de Literatura del secundario, Noemí Rizzo, pero recién años después descubrí lo prendado que había quedado de aquel viajante incansable, quien desde sus poemas me acompañaba a mitigar la reiterada espera. Así como navega hoy, aquí y ahora, desde las palabras que repican e insisten:

“Es preciso que nos entendamos.

Yo hablo de algo seguro y de algo posible.

Seguro es que todos coman

y vivan dignamente

y es posible saber algún día

muchas cosas que hoy ignoramos.

Entonces, es necesario que esto cambie…”

Queman, como la Bols de un saque en la violácea luz de la tarde del 77 en Patricios, sobre las mesas de “El Parque”, o como aquella Cubana Sello Verde con hielo en mi garganta lijada de espera, perdida y en tanteos ciegos hacia adelante, como fuere, tras algo brumoso llamado futuro.
Decir abril del 77 es decir ahora, entonces y mañana, es graffitar presuroso con la yuta en los talones la palabra siempre desde sus agujeros, relieves, curvas y profundidades no señalizadas, allá en “El Parque” de Caseros y Rioja como en las cercanías hoy del terraplén del Roca, en los confines de un granizar de plomos asesinos sobre la joven e invicta simiente de lo surgente.

“Subiré al cielo,

le pondré gatillo a la luna

y desde arriba fusilaré al mundo,

suavemente,para que esto cambie de una vez”.

La belleza encandila, ilumina y quema.
Es Ley Tuñón.
Salud a la cofradía…!

(*) Raúl González Tuñón: Buenos Aires, 29 de marzo de 1905 – 14 de agosto de 1974. poeta, periodista y viajero argentino.

sábado, 1 de enero de 2011

¿Libros de verano? No. Verdades de Perogrullo (I)

Jorge Aloy

Muchas veces el Perro prefirió no comentar algunos libros porque creía que ya estaban instalados en el conocimiento popular. Yerro. Parece que no existen libros que conozcamos todos. Así que vamos a revelar algunos huesos que el Perro atesora y creía obvios (¿cuáles son tus obvios?). El verano es un pretexto para hacer reseñas breves, porque un libro es de verano sólo si se lo lee en verano. Y la reseña es breve porque ya no queda nada por decir acerca de una verdad de Perogrullo.

La conjura de los necios (196…). John Kennedy Toole.

¿Cómo es la tragedia en el siglo XX? El memorable Ignatius J. Reilly dice que "el siglo XX es un siglo carente de teología y geometría"… y lo es tanto como el periplo que debió padecer esta novela antes de llegar a la imprenta. J. K. Toole, decepcionado ante la falta de interés por su obra, prefirió quitarse la vida antes que seguir peregrinando con el manuscrito bajo el brazo. Por suerte su madre no se rindió y siete años después del suicidio, en 1976, consiguió que el escritor Walker Percy lea la novela y se entusiasme inmediatamente.
La conjura de los necios es la novela más delirante de la literatura contemporánea norteamericana, o quizá deba decir, tan sólo, de la literatuta contemporánea. Sus diálogos son de un realismo no forzado, y las caracterizaciones no se tiñen de exageración grosera. Por momentos admiramos a Ignatius, y por momentos lo detestamos. A no olvidar: novela imprescindible.
Las aventuras de un cadáver (1888). Robert Louis Stevenson.
Quizá sea un improperio comentar una novela de Stevenson cuando ya se dijo casi todo sobre su obra. Me disculpo por las dudas, pero esta novela es quizá la menos conocida del famoso autor de El extraño caso del Dr. Jeckill y Mr. Hyde (1886). En castellano, depende la edición, puede aparecer con el nombre con que la mencionamos o como El muerto vivo o Paseando el muerto o La caja equivocada. El nombre correcto debe ser este último, ya que el original es The Wrong Box.
Es una comedia de equivocaciones donde el tema principal es el cambio involuntario de un cadáver por otro. Encontrar el cadáver correcto no lleva la urgencia del afecto, sino el cobro de una suma económica que disputan dos hermanos. Como colofón, el ambiente victoriano hace más patética la situación. El humor y la perfección de los detalles lograron que Las aventuras de un cadáver nunca haya sido superada por ninguna de las cientos de novelas escritas y películas filmadas sobre este tema.

El largo adiós (1953). Raymond Chandler.

Es la novela cumbre del policial negro. Chandler escribió siete novelas con Philip Marlowe como protagonista. Los fanáticos del género devoraron las siete, incluso más: devoraron la inconclusa Poodle Springs.
Muchos dicen que en sus inicios Raymond Chandler intentaba imitar a Dashiell Hammett. Por suerte le salió mal y dio forma a un estilo rápido e irónico.
En El largos Adiós se encuentran todos los tópicos que este tipo de policial puede entregar, pero nada es forzado. Marlowe estudia las partidas de ajedrez del gran Capablanca, vive en una casa lamentable, tiene una oficina mísera y los policías lo golpean tanto como lo hacen los maleantes de oficio. El modo en que Chandler dosifica estos clichés dentro de la trama es magistral: hace que nos conduzca hacia un camino unívoco, donde el antihéroe se transforma en verdadero héroe de una sociedad en ruinas. Un milagro.
Leyendo El largo adiós estamos leyendo a todas las novelas negras.