miércoles, 24 de diciembre de 2008

Incipit IV (Cuentos)

En esta cuarta entrega de comienzos de cuentos, el perro deja entrever cuatro clásicos. Atacad. Recuerdo haber leído en alguna revista o periódico viejo la historia, relatada como verdadera, de un hombre—llamémoslo Wakefield—que abandonó a su mujer durante un largo tiempo. El hecho, expuesto así en abstracto, no es muy infrecuente, ni tampoco—sin una adecuada discriminación de las circunstancias—debe ser censurado por díscolo o absurdo. Sea como fuere, este, aunque lejos de ser el más grave, es tal vez el caso más extraño de delincuencia marital de que haya noticia. Y es, además, la más notable extravagancia de las que puedan encontrarse en la lista completa de las rarezas de los hombres.
(Wakefield. Nathaniel Hawthorne)

El coronel elogia mi puntualidad:
­Es puntual como los alemanes ­dice.
­O como los ingleses.
El coronel tiene apellido alemán.
Es un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
­He leído sus cosas ­propone­. Lo felicito.
Mientras sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada, simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una zona vagamente común.
(Esa mujer. Rodolfo Walsh)

Lo que es la vida, a veces, solemos comentar, cuando alguien nos cuenta algo, sobre todo malo, que escapa un poco o un mucho a las reglas generales de lo que esperábamos escuchar, acerca de una persona, de un acontecimiento, o de ambos, conjuntamente. Y, por supuesto, se da el caso de que seamos muy sinceros, porque realmente sentimos pena o nos asombramos de que la vida, en efecto, sea así, a veces. Pero, la verdad, casi siempre lo único que deseamos es salir del paso, cambiando de tema, lo antes posible, y dándonos un toquecito de profundidad, además…
(París canalla. Alfredo Bryce Echenique)

Entre don Pedro el carnicero y yo sólo cabían, por el momento, unas relaciones bastante restringidas. Nuestras vidas eran muy distintas. Para él, existir era cercenar infatigablemente animales en la fétida frescura de la carnicería; para mí, arrancar numerosas hojas de un bloc barato y ponerlas en la máquina de escribir. Casi todos nuestros actos diarios se sujetaban a un ritual distinto. Yo lo visitaba para pagarle mi cuenta, pero no asistía a la fiesta de compromiso de su hija, por ejemplo.
(Rani. Carlos Peralta)

La puerta del restaurante de Henry se abrió y entraron dos hombres que se sentaron al mostrador.
-¿Qué van a pedir? -les preguntó George.
-No sé -dijo uno de ellos-. ¿Vos qué tenés ganas de comer, Al?
-Qué sé yo -respondió Al-, no sé.
Afuera estaba oscureciendo. Las luces de la calle entraban por la ventana. Los dos hombres leían el menú. Desde el otro extremo del mostrador, Nick Adams, quien había estado conversando con George cuando ellos entraron, los observaba.
-Yo voy a pedir costillitas de cerdo con salsa de manzanas y puré de papas -dijo el primero.
-Todavía no está listo.
-¿Entonces por qué carajo lo ponés en la carta?
(Los asesinos. Ernest Hemingway)

Desde que empieza a dar sus primeros pasos en la vida, el niño proletario sufre las consecuencias de pertenecer a la clase explotada. Nace en una pieza que se cae a pedazos, generalmente con una inmensa herencia alcohólica en la sangre. Mientras la autora de sus días lo echa al mundo, asistida por una curandera vieja y reviciosa, el padre, el autor, entre vómitos que apagan los gemidos lícitos de la parturienta, se emborracha con un vino más denso que la mugre de su miseria.
(El niño proletario. Osvaldo Lamborghini)

Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Hombres se afeitan ante los espejos en las mesas de las cocinas, y mujeres cortan pan para el café, canturreando, y niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto en el tercer pueblo por un hombre feliz.
(Matar a un niño. Stig Dagerman)

5 comentarios:

  1. Anónimo14:30

    Hace mucho tiempo que no leía algo de real importancia en un blog, y lo he encontrado, gracias por el dato de que aún existe gente que lee, porque ya estaba sintiendo que era la única extraterrestre que lo hacía. Cuidate y estamos en contacto.

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  2. Interesante blog, me voy a pasar seguido. Saludos!
    www.miscelaneasdemissantropia.blogspot.com

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  3. Jorge:
    ¿Así que de esos siete, cuatro son clásicos? Conocidos o no, hay dos que me llamaron especialmente la atención: Rani, de el tal Carlos Peralta (no lo conozco). Me gustó mucho, deja todo abierto en esos pocos renglones.
    Por el contrario, "Matar a un niño" me choca, más allá del tema, al leerlo. Hay algo en la sintaxis, o conectores mal puestos o discordancias verbales, o será la traducción o seré yo, que andaré en esos días... Sería bueno saber como quedaría si el autor o el traductor lo pasaran al español.
    Disculpas, porque todo esto está dicho por cómo me suena, no porque yo conozca especialmente el idioma.
    Fernando

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  4. Jorge: no se si revisás los comentarios de las entradas anteriores, pero en lo que se refiere a microrrelatos te aviso que Desde la Gente editó un volumen de tales: "Monoambientes, microrrelatos del noroeste", selección de Rogelio Ramos Signes. El mismo está exento de regionalismos en su mayor parte, y no sé si serán buenos sus autores, pero hay algunos que me gustaron. Si cuadra, dispongo de un ejemplar.

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  5. Estuve viendo algo sobre el autor. Ahora está más claro, el hombre era sueco, escribía en sueco y esta traducción, casi seguramente, viene en segundas nupcias.
    Y el sol está oblicuo porque el autor vivía arriba del paralelo 60 Norte, ¡y eso que es fines de primavera o principios del verano (por el centeno)!
    Saludos

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