jueves, 16 de julio de 2009

Incipit IX (Cuentos)

Una vez más, el Perro incluye unos inicios de cuentos. Los saborea y los esconde, como huesos.

Se llamaba Charlie Mears; Era hijo único de madre viuda; vivía en el norte de Londres y venía al centro todos los días, a su empleo en un banco. Tenía veinte años y estaba lleno de aspiraciones. Lo encontré en una sala de billares, donde el marcador lo tuteaba. Charlie, un poco nervioso, me dijo que estaba allí como espectador; le insinué que volviera a su casa.
Fue el primer jalón de nuestra amistad. En vez de perder tiempo en las calles con los amigos, solía visitarme, de tarde; hablando de sí mismo, como corresponde a los jóvenes, no tardó en confiarme sus aspiraciones: eran literarias.
(El cuento más hermoso del mundo. Rudyard kipling)

Desde hacía cinco días Mimoso agonizaba. Mercedes con una cucharita le daba leche, jugo de frutas y té. Mercedes llamó por teléfono al embalsamador, dio la altura y el largo del perro y pidió los precios. Embalsamarlo iba a costar casi un mes de sueldo. Cortó la comunicación y pensó llevarlo inmediatamente para que no se estropeara demasiado. Al mirarse en el espejo vio que sus ojos estaban muy hinchados por el llanto y decidió esperar la muerte de Mimoso. Junto a la estufa de kerosene, colocó un platito y volvió a darle leche al perro, pero con la cucharita. Ya no abría la boca y la leche se derramó por el suelo. A las ocho llegó el marido, lloraron juntos y se consolaron pensando en el embalsamamiento. Imaginaron al perro en la entrada de la habitación, con sus ojos de vidrio, cuidando simbólicamente la casa.
(Mimoso. Silvina Ocampo)

El hombre miró la hora: tenía por delante veinticinco minutos antes de la salida del tren. Se levantó, pagó el café con leche y fue al baño. En el cubículo, la luz mortecina le alcanzó su cara en el espejo manchado. Maquinalmente se pasó la mano de dedos abiertos por el pelo. Entró al sanitario, allí la luz era mejor. Apretó el botón y el agua corrió. Cuando se dio vuelta para salir, detrás de la puerta, de canto contra la pared, descubrió el libro.
(El libro. Sylvia Iparraguirre)

Hace poco tiempo, Filiberto murió ahogado en Acapulco. Sucedió en Semana Santa. Aunque despedido de su empleo en la Secretaría, Filiberto no pudo resistir la tentación burocrática de ir, como todos los años, a la pensión alemana, comer el choucrout, endulzado por el sudor de la cocina tropical, bailar el sábado de gloria en La Quebrada, y sentirse "gente conocida" en el oscuro anonimato vespertino de la playa de Hornos. Claro, sabíamos que su juventud había nadado bien, pero ahora, a los cuarenta, y tan desmejorado como se le veía, ¡intentar salvar, y a medianoche, un trecho tan largo! Frau Müller no permitió que se velara --cliente tan antiguo-- en la pensión; por el contrario, esa noche organizó un baile en la terracita sofocada, mientras Filiberto esperaba, muy pálido en su caja, a que saliera el camión matutino de la terminal, y pasó acompañado de huacales y fardos la primera noche de nueva vida.
(Chac Mool. Carlos Fuentes)

Cuando murió Stefano Martella, director de una sociedad de seguros y que había pasado una temporada en la superficie de la tierra pecando, trabajando y viviendo su partitura por casi cincuenta años, se encontró en una ciudad maravillosa hecha de palacios suntuosos, calles amplias y regulares, jardines, prósperos negocios, lujosos automóviles, cines y teatros, gente bien alimentada y elegante, sol brillante, todo bellísimo. Caminaba plácidamente por una avenida al lado de un señor muy cortés que le daba explicaciones mostrándole la ciudad.
(Extraños nuevos amigos. Dino Buzzati)

No hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios, no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la paz de una nueva edad de las tinieblas.
(La llamada de Cthulhu. H. P. Lovecraft)

Tengo un amigo todo lo dulce y tímido que puede pedirse. Su nombre es frágilmente anticuado —Lucas—, y su edad, recatadamente intermedia —cuarenta años—. Es de reducida estatura, es delgaducho, tiene un bigotito ralo y una calva aún más rala. Como su vista no es perfecta, usa anteojos: insignificantes y sin armazón.
Para no molestar a nadie, camina siempre de perfil. En vez de pedir permiso, prefiere deslizarse apenas por un costado; si la rendija es tan estrecha que ni siquiera permite su paso, Lucas prefiere esperar con paciencia que el obstáculo —sea animado o inanimado, racional o irracional— se aparte por su propia voluntad. Los perros y los gatos callejeros le infunden terror, y, para evitarlos, se cruza a cada instante de una vereda a la otra.
(Mi amigo Lucas. Fernando Sorrentino)

3 comentarios:

  1. Anónimo12:35

    Fernando Sorrentino... ¡el de la entrevista a Borges en el 72!
    ¿A qué colección de cuentos pertenece éste? Porque tengo entendido que tiene cuentos para niños en su producción y por lo que pinta, éste inicio podría pertenecer a esa serie. Es atrapante.

    Un abrazo
    Dany

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  2. Hay una tendencia religiosa a hacerle caso a Lovecraft y refugiarse en las tinieblas. No sabía que en realidad la Iglesia adorase a Cthulu.

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  3. Ya elegí los huesos que voy a probar en esta ocasión.
    El plato principal será Buzzati, la entrada Iparraguirre y para la sobremesa Sorrentino.
    Un abrazo

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