Nunca llegaré a saber del todo si el Vikingo intentaba contarme lo que realmente sucedió esa madrugada en el club Atenas, o se quería sacar de encima la culpa o estaba loco. La historia de cualquier modo era confusa, deshilvanada: pedazos de su vida, el desconsolado saludo de guerra de los escandinavos y un estropeado recorte de El Gráfico, envuelto en trapos, con la finísima y luminosa cara del Vikingo mirando la cámara de frente.
(El laucha Benítez cantaba boleros. Ricardo Piglia)
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
(La pata de mono. W. W. Jacobs)
Compró un bote, lo calafateó y después lo pintó de verde.
—Es para entretenerme los fines de semana…—explicaba, apoyándose en el mostrador.
El dueño del bar asintió guiñando los ojos. No había nada que comentar, necesario, por lo menos. Pero un cliente exige charla.
— ¿Grande? —preguntó el dueño.
(El bote. Enrique Wernicke)
Que trueno extraordinario, pensé, parado junto a mi hogar, en medio de los montes Acroceraunianos, mientras los rayos dispersos retumbaban sobre mi cabeza, y se estrellaban entre los valles, cada uno de ellos seguido por irradiaciones zigzagueantes y ráfagas de cortante lluvia sesgada, que sonaban como descargas de puntas de venablos sobre mi bajo tejado. Supongo, me dije, que amortiguan y repelen el trueno, de modo que es mucho más espléndido estar aquí que en la llanura.
¡Atención! Hay alguien a la puerta.
(El vendedor de pararrayos. Herman Melville)
Annixter sintió por el hombrecillo un cariño de hermano. Le puso un brazo sobre sus hombros, un poco por cariño y otro poco para no caerse.
Había estado bebiendo concienzudamente desde las siete de la tarde anterior. Era casi medianoche, y las cosas estaban medio confusas. En el vestíbulo no cabía el estruendo de la caliente música; dos escalones más abajo, había muchas mesas, mucha gente, y mucho ruido.Annixter no tenía la menor idea de cómo se llamaba ese lugar, ni cuándo, ni cómo había ido. Desde las siete de la víspera había estado en tantos lugares…
(Punto muerto. Barry Perowne)
Agonizaba un alto funcionario. Era ya un hombre viejo, poderoso, y amaba profundamente la vida. Le daba una gran tristeza saber que iba a morir. No creía en Dios ni podía comprender por qué habría de marcharse de este mundo; estaba aterrorizado y daba pena verlo sumido en tal sufrimiento.
(La nada. Leónidas Andreiev)
Nunca conté esto antes, y ahora mismo no sabría explicar por qué. Creo que fue a fines de 1980, durante un vuelo entre la Ciudad de México y Nueva York. En el mismo avión viajaba Jorge Luis Borges, aunque él lo hacía en primera clase, por supuesto. En algún momento me atreví y le pedí a la comisario de a bordo que me permitiera sentar al lado de él durante unos minutos. Accedió con esa proverbial simpatía de las mexicanas, y hasta me convidó una copa de vino.
(El libro perdido de Jorge Luis Borges. Mempo Giardinelli)
(El laucha Benítez cantaba boleros. Ricardo Piglia)
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.
-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.
(La pata de mono. W. W. Jacobs)
Compró un bote, lo calafateó y después lo pintó de verde.
—Es para entretenerme los fines de semana…—explicaba, apoyándose en el mostrador.
El dueño del bar asintió guiñando los ojos. No había nada que comentar, necesario, por lo menos. Pero un cliente exige charla.
— ¿Grande? —preguntó el dueño.
(El bote. Enrique Wernicke)
Que trueno extraordinario, pensé, parado junto a mi hogar, en medio de los montes Acroceraunianos, mientras los rayos dispersos retumbaban sobre mi cabeza, y se estrellaban entre los valles, cada uno de ellos seguido por irradiaciones zigzagueantes y ráfagas de cortante lluvia sesgada, que sonaban como descargas de puntas de venablos sobre mi bajo tejado. Supongo, me dije, que amortiguan y repelen el trueno, de modo que es mucho más espléndido estar aquí que en la llanura.
¡Atención! Hay alguien a la puerta.
(El vendedor de pararrayos. Herman Melville)
Annixter sintió por el hombrecillo un cariño de hermano. Le puso un brazo sobre sus hombros, un poco por cariño y otro poco para no caerse.
Había estado bebiendo concienzudamente desde las siete de la tarde anterior. Era casi medianoche, y las cosas estaban medio confusas. En el vestíbulo no cabía el estruendo de la caliente música; dos escalones más abajo, había muchas mesas, mucha gente, y mucho ruido.Annixter no tenía la menor idea de cómo se llamaba ese lugar, ni cuándo, ni cómo había ido. Desde las siete de la víspera había estado en tantos lugares…
(Punto muerto. Barry Perowne)
Agonizaba un alto funcionario. Era ya un hombre viejo, poderoso, y amaba profundamente la vida. Le daba una gran tristeza saber que iba a morir. No creía en Dios ni podía comprender por qué habría de marcharse de este mundo; estaba aterrorizado y daba pena verlo sumido en tal sufrimiento.
(La nada. Leónidas Andreiev)
Nunca conté esto antes, y ahora mismo no sabría explicar por qué. Creo que fue a fines de 1980, durante un vuelo entre la Ciudad de México y Nueva York. En el mismo avión viajaba Jorge Luis Borges, aunque él lo hacía en primera clase, por supuesto. En algún momento me atreví y le pedí a la comisario de a bordo que me permitiera sentar al lado de él durante unos minutos. Accedió con esa proverbial simpatía de las mexicanas, y hasta me convidó una copa de vino.
(El libro perdido de Jorge Luis Borges. Mempo Giardinelli)
Me puse a jugar con los "huesitos" para ordenarlos de acuerdo a mis preferencias.
ResponderEliminarLos más apetitosos son El vendedor de pararrayos de Melville y La nada de Andreiev.
Si en vez de comenzar con "Agonizaba UN alto funcionario..." hubiera puesto "Agonizaba EL alto funcionario..." sería perfecto para mí y sin dudas el mejor. El UN ese me choca.
Los que puedo dejat tranquilo, incluso regalar a los enemigos, son El laucha Benítez... y Punto muerto. Paso con ambos.
El resto es muy bueno, incluso, dudo de mi propia elección y no sé si acaso a El bote de E.Wernicke debí ponerlo entre los mejores.
¡Estos banquetes son como esas picadas de muchos platitos!
Un abrazo y gracias por la antología.
Fernando Terreno