miércoles, 15 de febrero de 2012

Incipit XXVIII (Cuentos)


Ya está. Sería inútil ahora cualquier protesta, cualquier intención de volverme atrás. Me he despojado del Hamlet privado que me ha perseguido durante cuarenta minutos, de los monólogos con lo mejor de mí mismo, me he transformado en un ser neutro, algo fuera de este mundo de cálculos utilitarios y mezquinos y he mantenido una conversación íntima con Dios y he tenido por un momento la sensación de ser el elegido, el que todo lo sabe, no la chispa divina sino el incendio devastador, la hecatombe flamígera de Dios.
(Si viene el cinco. Bernardo Jonson)

No, no del último carnaval. Pero éste, no sé por qué, me transportó a mi infancia y a los miércoles de ceniza en las calles muertas donde revoloteaban despojos de serpentinas y confeti. Una que otra beata, con la cabeza cubierta por un velo, iba a la iglesia, atravesando la calle tan extremadamente vacía que sigue al carnaval. Hasta que llegase el próximo año. Y cuando se acercaba la fiesta, ¿cómo explicar la agitación íntima que me invadía? Como si al fin el mundo, de retoño que era, se abriese en gran rosa escarlata. Como si las calles y las plazas de Recife explicasen al fin para qué las habían construido. Como si voces humanas cantasen finalmente la capacidad de placer que se mantenía secreta en mí. El carnaval era mío, mío.
(Restos del carnaval. Clarice Lispector)

Se iba allá, cada noche, alrededor de las once, como se va a un café, simplemente.
Se encontraban seis a ocho, siempre los mismos, no eran juerguistas sino hombres honorables, comerciantes, jóvenes funcionarios de gobierno; tomaban su chartreuse alegremente con alguna de las muchachas, o bien charlaban seriamente con "Madame", a quien todos respetaban.
Luego se recogían a dormir antes de la media noche. Los jóvenes algunas veces se quedaban.
(La casa Tellier. Guy de Maupassant)

Víctor oyó la puerta del ascensor, los rápidos pasos de su madre en el pasillo y cerró el libro de un golpe. Lo escondió debajo del almohadón del sofá y maldijo por lo bajo cuando oyó que el libro se resbalaba entre el sofá y la pared y caía al piso con un ruido sordo. La llave ya giraba en la cerradura.
(La tortuga. Patricia Highsmith)

Hace muchos años tuve un amigo que se llamaba Jim y desde entonces nunca he vuelto a ver a un norteamericano más triste. Desesperados he visto muchos. Tristes, como Jim, ninguno. Una vez se marchó a Perú, en un viaje que debía durar más de seis meses, pero al cabo de poco tiempo volví a verlo. ¿En qué consiste la poesía, Jim?, le preguntaban los niños mendigos de México. Jim los escuchaba mirando las nubes y luego se ponía a vomitar. Léxico, elocuencia, búsqueda de la verdad. Epifanía.
                                    (Jim. Roberto Bolaño)

1 comentario:

  1. Anónimo22:29

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