domingo, 15 de mayo de 2011

Incipit XXIII (Cuentos)

Dentro de un rato sonará, a las cinco en punto de la matina, ese puto despertador que el día que gane el Prode o asalte un banco reventaré contra la pared de una patada, como reventaré a tantas otras cosas, y me levantaré en puntas de pie para no despertar a Margarita que duerme a mi lado a patas sueltas hace 18 años, me vestiré en el baño y saldré más o menos a las cinco y diez rumbo a la Primera de Saavedra chupando el primer cigarrillo de la mañana. La Primera de Saavedra es la fábrica de jaulas en la cual trabajo desde el día que mi padre decidió echarme a la calle de un puntapié.
(Devociones. Haroldo Conti)

No diré el nombre ni la situación geográfica de la ciudad donde viví esta aventura: diré solamente que había ido a ella por amor. Pero no se entienda que fue alguna vicisitud amorosa lo que me llevó hasta allí. No: yo había ido a aquella ciudad por amor a ella.
(En la ciudad de las grandes pruebas. Rosa Chacel)

Érase u
n gran edificio llamado Diccionario de la Lengua Castellana, de tamaño tan colosal y fuera de medida, que, al decir de los cronistas, ocupaba casi la cuarta parte de una mesa, de estas que, destinadas a varios usos, vemos en las casas de los hombres. Si hemos de creer a un viejo documento hallado en viejísimo pupitre, cuando ponían al tal edificio en el estante de su dueto, la tabla que lo sostenía amenazaba desplomarse, con detrimento de todo lo que había en ella. Formábanlo dos anchos murallones de cartón, forrados en piel de becerro jaspeado, y en la fachada, que era también de cuero, se veía, un ancho cartel con doradas letras, que decían al mundo y a la posteridad el nombre, y significación de aquel gran monumento.
(La conjuración de las palabras. Benito Pérez Galdós)

En p
rimer lugar le diría que de la nueva casa le gustaban sobre todo las vistas a Unter den Linden, porque eso le hacía sentirse aún como en casa. Es decir, era una casa que le hacía sentirse como en casa, como cuando su vida tenía sentido. Y que le gustaba haber escogido la Karl Liebknechtsrasse, porque ése también era un nombre que tenía sentido. O que lo había tenido. ¿Lo había tenido? Claro que lo había tenido, sobre todo la Gran Estructura. El tranvía se detuvo y abrió sus puertas. La gente entró. Esperó a que se cerraran. Vete, vete, prefiero ir andando, así me doy un sano paseo, hace un día demasiado bueno para desaprovechar la ocasión. El semáforo estaba en rojo. Se reflejó en el cristal de la puerta cerrada, aunque una tira de goma lo dividiera en dos. Estás bien así, partido en dos, querido mío, siempre partido en dos, una mitad aquí y otra allí, es la vida, así es la vida.
(Los muertos a la mesa. Antonio Tabucchi)

Érase una vez una ciudad. Sus habitantes eran simples muñecos. Pero hablaban y caminaban, tenían sensibilidad y movimiento y eran muy corteses. No se limitaban a decir «buenos días» o «buenas noches», sino que también lo deseaban, y de todo corazón. Tenía corazón aquella gente. Y eso que era gente de ciudad por los cuatro costados.
(Extraña ciudad. Robert Walser)

4 comentarios:

  1. Anónimo13:26

    Hundido...!
    Diste en el blanco con Conti, Jorge. Tengo una edición de 1975 de Corregidor de "La Balada del Alamo Carolina" que atesoro y releo cada tanto. La que posteás se la regalé a una ex compañera de trabajo que en 2003 se fue a vivir a El Bolsón, Río Negro.
    Creo que el lugar de Haroldo Conti en la literatura argentina aún no ha sido justicieramente calibrado y en cambio sí excesivamente el de otros monjes negros de perfil dulcificado por el monopolio de prensa por las redondeces de las efemérides.

    Abrazo canino!

    Dany, desde Roast Beef City

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  2. Como siempre, ¡qué lindos huesos!
    Del mismo libro también, a mi me gusta mucho "Las doce a Bragado".
    Y el de Tabucchi lo voy a pasar a la lista interminable. Su cuento "Teatro" me gustó. Es duro el italiano, digo con esa dureza del realismo italiano de posguerra, varios años después.

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