-Perro –le dijo, y frunció las cejas-. Te prohíbo que muevas la cola.
El Perro se quedó mudo de estupor.
-Pero Amo –articuló, articuló al fin, sospechando
que todo fuese una broma- ¿por qué no quieres que la mueva?
-Porque he decidido eliminar de mi casa todo lo
que sea gratuito.
(La cola del perro. Marco Denevi)
El forastero llegó sin aliento a la estación desierta. Su gran
valija, que nadie quiso cargar, le había
fatigado en extremo. Se enjugó el rostro con un pañuelo, y con la mano en
visera miró los rieles que se perdían en el horizonte. Desalentado y pensativo
consultó su reloj: la hora justa en que el tren debía partir.
(El guardagujas. Juan José Arreola)

(El antropófago. Pablo Palacio)
Pocos árboles, grandes, quietos. Troncos oscuros como de roca estriada.
Comienza el mundo a
desteñirse con el alborea.
Muge una vaca que no se
ve, como si el mugido se diluyera en la penumbra.
Al pie de uno de aquellos
árboles tan solos, hay un bulto, como protuberancia del tronco, más oscuro que
el color de la corteza. Pero aquel bulto es suave, tibio. Es Tata José,
envuelto en su cobija de lana, y encuclillado junto al tronco. Viejo
madrugador, de esos que se levantan antes que los gallos, y despiertan a las
gallinas dormilonas.
Antes de sentarse allí,
junto al tronco, ya había ido a echar rastrojos a un buey.
(Hombres en tempestad.
Jorge Ferretis)
Atento a cuanto se decía de Villa y el
villismo, y a cuanto veía a mi alrededor, a menudo me preguntaba yo en Ciudad
Juárez qué hazañas serían las que pintaban más a fondo la División del Norte: si
las que se suponían estrictamente históricas, o las que se calificaban de
legendarias; si las que se contaban como algo visto dentro de la más escueta
realidad, o las que traían ya tangibles, con el toque de la exaltación poética,
las revelaciones esenciales. Y siempre eran las proezas de este segundo orden
las que se me antojaban más verídicas, las que, a mi juicio, eran más dignas de
hacer Historia.
(La fiesta de las balas. Martín Luis
Guzman)