miércoles, 15 de septiembre de 2010

Incipit XVIII (Cuentos)

Cuando murió la señorita Emilia Grierson, casi toda la ciudad asistió a su funeral; los hombres, con esa especie de respetuosa devoción ante un monumento que desaparece; las mujeres, en su mayoría, animadas de un sentimiento de curiosidad por ver por dentro la casa en la que nadie había entrado en los últimos diez años, salvo un viejo sirviente, que hacía de cocinero y jardinero a la vez.
(Una rosa para Emilia. William Faulkner)

A principios de primavera la joven vestida de gris volvió, como de costumbre, al quieto rincón del pequeño y silencioso parque. Se sentó sobre un banco y comenzó a leer un libro, porque faltaba media hora para lo que ella sabía.
Repitámoslo: vestía de gris. Y tan sencillo que así lograba ocultar su impecabilidad de estilo y corte. Un amplio velo semiocultaba su sombrero en forma de turbante, y su rostro, que irradiaba una serena y no buscada belleza. Había ido allí los dos días anteriores, y había una persona que no lo ignoraba.
(Mientras el auto espera. O. Henry)

Apenas había dejado la adolescencia me fui a vivir a una ciudad grande. Su centro -donde todo el mundo se movía apurado entre casas muy altas- quedaba cerca de un río.
Yo era acomodador de un teatro; pero fuera de allí lo mismo corría de un lado para otro; parecía un ratón debajo de muebles viejos. Iba a mis lugares preferidos como si entrara en agujeros próximos y encontrara conexiones inesperadas. Además, me daba placer imaginar todo lo que no conocía de aquella ciudad.
(El acomodador. Felisberto Hernández)

La primera vez que morí se me abrieron los ojos. Literalmente.
Recibí una llamada de un investigador de la Duke. Me dijo que había visto mis cuadros en las revistas de la National Geographic y del Smithsonian y quería contratarme como ilustrador para una expedición que estaba planeando.
Le expliqué que era ciego y que estaba así desde hacía dieciocho meses.

Dijo que lo sabía; y que me querían por eso.
(Necronautas. Terry Bisson)

Mi estimado y apreciado colega:
Quien le dirige esta carta es una persona a la que usted cree muerta y
sepultada desde hace mucho tiempo. Yo, Herr Professor Doktor Krempe, su colega
de tantos años, no estoy tan muerto como puede usted haber creído. No se
impaciente. No tire esta carta por considerarla el producto de una mente
desequilibrada. Léala hasta el final y medite seriamente lo que en ella se dice.
(Mal, sé mi bien. Philip José Farmer)

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Hacia la boda, de John Berger

Jorge Aloy

Título: Hacia la boda
Título original: To the Wedding

Autor: John Berger

Alfaguara (2003)
228 Páginas

Traductor: no hay datos


“Me gusta citar versos antiguos cuando se presenta la ocasión. Recuerdo casi todo lo que oigo; y me paso el día escuchando. Pero a veces no sé qué hacer con ello. Cuando sucede así, recurro a palabras o frases que suenan ciertas”. Con este comienzo se presenta Hacia la boda (1995) de John Berger (Londres. 1926). Ésta es una de las voces narrativas de la novela, a cargo de un ciego. Luego el juego verbal se irá expandiendo naturalmente con el ritmo de la historia: dos viajes paralelos hacia un mismo lugar de llegada. El padre, desde Francia en moto; la madre, desde Eslovaquia en micro; van hacia el estuario del río Po, donde convergerán en la boda de Ninon, la hija de ambos.
La anécdota se sitúa en la década del ’90, y los viajeros se van a cruzar con las diversas problemáticas de Europa, ya que situar una historia en el último fin de siglo es penetrar en dolorosas divisiones y destrucciones de nacionalidades. El mundo cambiante y agonizante, además, es atacado por enfermedades invisibles que destruyen todo lo que encuentran a su paso. La supervivencia se da únicamente en las relaciones humanas. Los personajes son seres dispersos en el mundo y representan en algún caso papeles genéricos que producen un planteamiento sobre la identidad de los individuos.
En Hacia la boda no sólo se destaca el juego de narradores cambiantes, también hay pequeñas historias dentro de la historia: “Hace quinientos años [dice una voz a lo lejos] tres sabios discutían ante Nushiran el Justo acerca de cuál es la ola más encrespada en este profundo mar de penas que es la vida. (…). Un sabio dijo que la enfermedad y el dolor (…). Otro dijo que la vejez y la pobreza. El tercer sabio insistió en que era ver pasar la vida sin trabajo. Al final, los tres convinieron en que esta última era probablemente la peor. Ver pasar la vida y no tener trabajo
”.
Efectivamente, el objetivo del viaje es una boda que se narra detalladamente: “La boda todavía no se ha celebrado. Pero el futuro de una historia, como bien lo sabía Sófocles, está siempre presente. La boda no ha comenzado. Se la voy a contar. Todos duermen aún”. John Berger sabe perfectamente que para sobrevivir en tiempos agonizantes se necesita de un conjuro, y en esta novela el conjuro es el baile. Todos bailan hasta que el silencio los inunda. Y en el derrumbe de tantas cuestiones finiseculares el amor se deja asomar como un único valor humano superviviente. En una palabra, el amor es lo único que pervive a cualquier cambio generalizado. Pero Berger habla del amor concreto, sin símbolos ni alegorías.
Es una pena que Alfaguara no mencione quién es el traductor, ya que es un trabajo loable: muchos pasajes son de una fina poesía. John Berger, gran narrador y pintor, nos deja la posibilidad de enfrentar una novela donde se cruzan males actuales con valores eternos.