martes, 16 de junio de 2009

Descatalogados (II)

Jorge Aloy






Nombre original: Jailbird
Editorial Argos Vergara. 1980
Traducción: José M. Álvarez y Ángela Pérez
253 Páginas




No es una estupenda sátira del poder y del dinero como pregona la cubierta del libro. Eso es tan sólo una estrategia de ventas propuesta por la editorial. Lo cierto es que Vonnegut dejó en Pájaro de Celda una síntesis de su obra que consta de más de una docena de novelas, un libro de cuentos y dos obras de teatro.
En principio hay que decir que Vonnegut se revela como un gran escritor de prólogos. En este caso son 27 páginas (!) que cobran importancia por sí solas. En ellas surge no sólo la génesis de la novela, sino la de toda la obra del norteamericano.
Y es precisamente en el prólogo donde Vonnegut nos cuenta que un lector le envió un telegrama, diciéndole “que ya está en condiciones de exponer la única idea que subyace en el núcleo de (su) obra (…): 'Puede fallar el amor, pero prevalecerá la cortesía'”.
En Pájaro de Celda, Walter F. Starbuck —viudo reciente e ignorado por su hijo— es detenido en su despacho de "Asesor para Asuntos de la Juventud" del presidente Nixon. Era el watergate. No comienza, a partir de aquí, una penosa historia de un hombre débil acuciado por las circunstancias, comienza la historia de alguien que al ser detenido sólo pensó: “Por lo menos ya no fumo”.
Y como hasta el tiempo en prisión también puede llegar a su fin, Starbuck debe dejar de ser un pájaro de celda (terminología que designa a los presos de máxima peligrosidad). Pero no tiene apuro, no tiene dónde ir. Aquí es cuando Vonnegut, en la trama, desarrolla de modo implacable el hilo de la casualidad, cruzando personajes nimios en la inmensa ciudad de Nueva York, consiguiendo de esta arriesgada complejidad un resultado sorprendente. Es lo que Camus llamaba la exageración del arte.
Los remedos de la guerra, las luchas políticas, la atrofiada relación padre-hijo son los temas que se cruzan en Pájaro de celda, pero conducen a un único tema que preocupa en la estética Vonnegutiana en general: las relaciones humanas.
Narrada en primera persona, como es habitual en este autor, la construcción de la trama se hace ágil e inapelable: hay un único mundo posible, el mundo donde todo debe ser explicado, donde la naturalidad desapareció.
Como siempre, el humor en la tragedia es indisoluble. En la soledad de un brindis de nochebuena, Ruth, la mujer de Walter F. Starbuck, pronunció las siguientes palabras: “Por Dios Todopoderoso, el hombre más vago de la ciudad”.
La justificación de la novela y el modo de actuar del protagonista tienen pleno asidero en el sermón de la montaña. Si, en el sermón de la montaña. ¿Quién lo recuerda?
La guerra, la soledad, el dinero y las desavenencias se hallan en franco entredicho en Pájaro de Celda. Podremos reír hasta las lágrimas pero sin olvidar el sustento humanista que guía la obra de Kurt Vonnegut.
Por favor, consigamos esta novela, la más maravillosa del viejo zorro.

Incipit X (Cuentos)

El perro entrega hoy una nueva selección de inicios de cuentos. Entre ellos se encuentra uno de sus preferidos.

¡Es cierto! Siempre he sido nervioso, muy nervioso, terriblemente nervioso. ¿Pero por qué afirman ustedes que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno. ¿Cómo puedo estar loco, entonces? Escuchen... y observen con cuánta cordura, con cuánta tranquilidad les cuento mi historia.
(El corazón delator. Edgar Allan Poe)

Hacía tres meses que había emprendido aquel floreciente negocio, cuando recibí la visita de un joven que me dijo:
—Quisiera hablar con usted sobre unos libros que mi padre le adquirió antes de morir.
Le hice pasar, y le ofrecí coñac y un cigarro puro. No bebía y tampoco fumaba. Sonreía constantemente, y la sonrisa contrastaba con el traje de luto.
—Verá usted —me dijo—. A los cuatro días de morir mi padre, recibí un paquete contra reembolso a su nombre. Pagué el importe y cuál no sería mi sorpresa al comprobar que el paquete contenía…libros.
(Desembarazarse de Crisantemo. Gonzalo Suárez)

La última de sus visitas había ocurrido quizá cuatro años atrás. Aunque para alguien como él, que había pasado largos años encerrado, el tiempo era distinto -pesado, lento, denso y distinto-, aun así recién ahora -que en verdad lo pensaba- sentía que había transcurrido, desde entonces, mucho más que la mera suma de meses y de años. En aquel momento le había vuelto a decir -lo quiso decir por última vez- que no volviera más; que nada valía la pena, que él ya era otro y que ella también era y sería distinta a medida que el tiempo pasaba.
(Nunca es posible regresar a nada. Héctor Tizón)

No había esperanza esta vez: era la tercera embolia. Noche tras noche pasaba yo por la casa (eran las vacaciones) y estudiaba el alumbrado cuadro de la ventana: y noche tras noche lo veía iluminado del mismo modo débil y parejo. Si hubiera muerto, pensaba yo, vería el reflejo de las velas en las oscuras persianas, ya que sabía que se deben colocar dos cirios a la cabecera del muerto. A menudo él me decía: "No me queda mucho en este mundo", y yo pensaba que hablaba por hablar. Ahora supe que decía la verdad. Cada noche al levantar la vista y contemplar la ventana me repetía a mí mismo en voz baja la palabra parálisis. Siempre me sonaba extraña en los oídos, como la palabra gnomo en Euclides y la palabra simonía en el catecismo. Pero ahora me sonó a cosa mala y llena de pecado. Me dio miedo y, sin embargo, ansiaba observar de cerca su trabajo maligno.
(Las hermanas. James Joyce)

Pues claro que se iba, qué otra cosa podía hacer, el tiempo se había agotado y se iba, se iba muy lejos. Tenía ya hecha la maleta, había sacado brillo a los zapatos; se había cepillado el pelo y se había lavado expresamente detrás de las orejas. Tan sólo faltaba bajar las escaleras, salir por la puerta y subir la calle hasta la estación del pueblo, donde el tren se detendría exclusivamente para recogerlo a él; entonces Fox Hill, Illinois, quedaría atrás, muy atrás en su pasado. Y él proseguiría su camino, quizá a Iowa, tal vez a Kansas, quién sabe si a California; un chiquillo de doce años, en cuya maleta un certificado de nacimiento acreditaba que lo había hecho hacía cuarenta y tres.
(Hola y adiós. Ray Bradbury)

Nadie supo jamás el verdadero nombre de aquel a quien todos llamaban el Caballero Enfermo. No ha quedado de él, después de su impensada desaparición, más que el recuerdo de sus sonrisas y un retrato de Sebastianbo del Piombo, que lo representa envuelto en una pelliza, con una mano enguantada que cae blandamente como la de un ser dormido. Alguno de los que más lo quisieron -yo estoy entre esos pocos- recuerda también su cutis de un pálido amarillo, transparente, la ligereza casi femenina de los pasos, la languidez habitual de los ojos.
(La última visita del caballero enfermo.
Giovanni Papini)

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería.
(Felicidad clandestina. Clarice Lispector)

lunes, 1 de junio de 2009

Carlos María Domínguez: La casa de papel

Jorge Aloy







Punto de lectura. 2007
71 Páginas

“En la primavera de 1998 Bluma Lennon compró en una librería del Soho un viejo ejemplar de los Poemas, de Emily Dickinson, y al llegar al segundo poema, sobre la primera bocacalle, la atropelló un automóvil”. De este modo comienza La casa de papel (2004) de Carlos María Domínguez (Buenos Aires, 1955), una novela corta (nouvelle para los franceses) que nos advierte acerca de la peligrosidad de la literatura, no sólo porque pueda aparecer un auto en la esquina.
Bluma Lennon era profesora de Lenguas hispánicas en Cambridge. Tras su muerte, la universidad recibió un sobre a su nombre que contenía un ejemplar de La línea de sombra de Joseph Conrad. El remitente era un tal Carlos Brauer. Dos cosas llamaban la atención: por un lado, el libro tenía pegado trozos secos de cemento y, por otro, la dedicatoria era de Bluma para Carlos.
El reemplazante de Bluma, un profesor argentino, —a la sazón el narrador— guardó el libro y se propuso encontrar a Carlos Brauer. A partir de ese momento comienzan las peripecias en la búsqueda, donde se hará notoria en los personajes la impronta que a cada uno de ellos le deja la literatura. Búsqueda con ribetes hasta del policial clásico, con cruces de humor y tragedia, donde lo único que se puede esperar es que alguien cruce la tan mentada línea de sombra.
El juego que propone Carlos María Domínguez es sobre la literatura, el comportamiento humano, la soledad y, finalmente, la muerte, frente a la literatura como un opuesto que intenta hacer más llevadera la vida.
“A menudo es más difícil deshacerse de un libro que obtenerlo. Se adhieren con un pacto de necesidad y olvido, tal como si fueran testigos de un momento en nuestras vidas al que no regresaremos. Pero mientras permanezcan ahí, creemos sumarlos”.
La búsqueda parte desde Buenos Aires hacia el interior de Uruguay, cruzando caminos recorridos ya por Haroldo Conti en Mascaró, quizá un reivindicado homenaje.
Breve, intensa, traducida a 18 idiomas, La casa de papel es una novela impregnada de pasión que busca respuestas a las preguntas imposibles. Si las encuentra o no, lo determina cada lector cuando entra en consonancia con la historia y a través de ella mide su propia pasión por los libros y la literatura.

Apéndice X del Diccionario del diablo de Ambrose Bierce

Precio, s. Valor más una suma razonable por el desgaste que sufre la conciencia al exigirlo.

Predestinación, s. Doctrina de que todo ocurre según un programa. No debe confundirse con la doctrina de la predeterminación que dice que todas las cosas están programadas pero no afirma que ocurran, pues eso está apenas implicado en otras doctrinas de las que ésta deriva. La diferencia es lo bastante grande como para haber inundado a la Cristiandad de tinta y no hablemos de sangre. Si uno distingue perfectamente entre ambas doctrinas y cree con fervor en las dos puede llegar a salvarse, salvo que ocurra lo contrario.

Preferencia, s. Sentimiento o estado de ánimo inducido por la creencia errónea de que una cosa es mejor que otra.
Un filósofo antiguo estaba convencido de que la vida no es mejor que la muerte. Un discípulo le preguntó por qué, entonces, no se suicidaba.
--Porque la muerte no es mejor que la vida --respondió el filósofo-- Pero es más larga.

Prejuicio, s. Opinión vagabunda sin medios visibles de sostén.

Prelado, s. Dignatario eclesiástico dotado de un grado superior de santidad y de un gordo estipendio. Miembro de la aristocracia celestial. Caballero de Dios.

Prerrogativa, s. Derecho de un soberano a obrar mal.

Presagio, s. Señal de que algo ocurrirá si no ocurre nada.

Presente, s. Parte de la eternidad que separa el dominio del desengaño del reino de la esperanza.

Procaz, adj. Dícese del lenguaje que usan otros para criticarnos.

Profecía, s. Arte y práctica de vender nuestra credibilidad con entrega diferida.

Prójimo, s. Aquél a quien no está ordenado amar como a nosotros mismos, pero que hace todo lo posible para que desobedezcamos.

Propiedad, s. Cualquier cosa material, sin valor particular, que pueda ser defendida por A contra la avidez de B. Todo lo que satisface la fiebre de posesión en unos y la defrauda en los demás. Objeto de la breve rapacidad del hombre, y de su larga indiferencia.

Providencial, adj. Dícese de lo que es notoria e inesperadamente beneficioso para quien lo describe.

Puerto, s. Lugar donde los barcos que escapan a la ira de las tormentas quedan expuestos a la furia de los aduaneros.

Racional, adj. Desprovisto de ilusiones, salvo las que nacen de la observación, la experiencia y la reflexión.